viernes, 7 de enero de 2022

"Tu reloj, nuestro tiempo"





 

"Juntos por las letras"



 

Novelarte. "Infante en la ciudad feliz"





Infante en la ciudad feliz

Locuaz mudez


Hiper Kitsch: Recuerdos que cambian de color segun el clima       http://www.scielo.br/img/revistas/hcsm/v22n4/0104-5970-hcsm-22-4-1467-gf07.jpg                        

Imagen 7 : Planta de la Colonia Marítima de Mar del Plata del Consejo Nacional de Educación (Gentileza arquitecto Juan José Garamendy, Universidad Nacional de Mar Del Plata, Mar del Plata)


Viéndolo bien, eran dos figuras lastimosas que se erigían ante un público de lo más popular. La presencia de ambos cautivaba la mirada de todos, cientos de miles pasaban a su lado haciendo una reverencia inevitable. El irresistible encanto indeclinable de posar, de tener el registro de la escena frente a la escalinata, para recuerdo de múltiples generaciones que por allí pasaban. Cientos de fotografías idénticas: los bolsos en la mano y detrás las figuras cementicias implorantes. Toda una estirpe mamífera apilada en el puerto se sigue revolcando anhelando una salida al mar, presos del enclave del hombre, parecen sufrir del síndrome de Estocolmo. ¿Por qué siguen allí en vínculo con los turistas y sus camaritas cazadoras de alaridos? ¿qué los retiene en aquel puerto infame, pobre y triste? Toda aquella hidalguía del monumento se degrada nauseabunda en el playón de cemento. El símbolo de la ciudad feliz, los lobos marinos, custodian una alegría discutible, que aquella niña descubriría tras la tragedia de su infancia asesinada. 

Todavía añoro la primera vez que sostuve la Kodak Polaroid delante de la cara. Era una chiquita inquieta que maravillada sacaba fotos carísimas, teniendo en sus manos un adelanto increíble de la tecnología. Podía guardar el instante mismo, que se revelaba frente unos ojos incrédulos. Esos diez segundos de espera se aletargaban mientras los reflejos tornasolados de la imprimación iban mostrando los indicios de la verdad que se revelaba -creíamos en aquella época- instantáneamente. Ya no había posibilidad de volver el tiempo atrás. Ese recorte de vida no podía modificarse, ni repetirse y había quedado plasmado en la placa plástica. Sus bordes blancos achicaban el marco de vida expuesto haciendo perceptible el fuera de campo, lo silenciado, lejos de la vista. Y allí estaba, siendo aquella pequeña que disfrutaba de las vacaciones en soledad con su cámara a estrenar, que usaría una sola vez. 

La habían mandado de vacaciones a tierras lejanas. La madre no quería que fuera, pero íntimamente, en su ausencia, trataría de arreglar las cosas con el padre. Un día llegó a la escuela una noticia que conmocionó a todos: se elegiría un alumno por grado para ir de vacaciones gratis. Estaba en segundo grado, ya sabía leer y escribir. Había intentado sumergirse en la lectura de “Mujercitas” sin éxito. Las palabras tenían un significado oculto, algo decían que no lograba comprender, algo que tendría que ver con la experiencia de ser mujer, muy lejana para una nena de ocho años. El misterioso peligro de ser mujer siempre es sexual. 

 Había que anotarse. Todos estaban entusiasmados y querían ser elegidos. Había que llevar la notificación a los padres y en el caso de estar de acuerdo debían cumplimentar los requisitos. Con ocho años la posibilidad de pasar 28 días en un lugar alejada de sus padres resultaba una aventura desafiante. Salió electa con la sorpresa de que ninguna de sus compañeritas siquiera se habían inscripto. Sola, se embarcó en la incertidumbre. El temor se apoderó de sus escasos años cuando empezó a preguntarles a todas sus amigas quién iría con ella y resultó que ninguna se había inscripto. Pasando los controles médicos de chequeo general y vacuna antitetánica mediante, se firmaba una autorización en la cual el padre delegaba el cuidado de la menor al Ministerio de Educación.  El estado benefactor le había concedido el privilegio de alojarse en un internado de verano y apartarse durante casi un mes de su familia para conocer el mar. 

Hacia allí salió desde Retiro, con mucho miedo y mucho frío, con una bolsa de caramelos de dulce de leche que apenas desembarcó en el pabellón fueron confiscados en una bolsa de hule en la cual le hicieron guardar todas sus pertenencias. Intentó esconderlos debajo del colchón tal como la había instruido una reclusa más avezada, pero a las pocas horas la celadora, perspicaz, levantó los enseres y descubrió el engaño. Tras desposeerla de todo vestigio personal, pasó a ser un número, un número de cama, pabellón, unidad

Nos entregaron dos mudas de ropa, que consistían en un shorcito de tela grafa azul y una remera con ilustraciones vacacionales: valijitas, banderas del mundo, palos de hockey, solcitos… la malla roja no me entraba. Era una niña más desarrollada que lo habitual así que debía conformarme con meterme al mar en remera y short. 

 Casi no recuerdo meterme al mar…tras largas sesiones de gimnasia en la playa, severamente controlados, se nos permitía ir al borde del agua. Nunca pude nadar, pero si recuerdo el rayo de sol quemándome, lacerándome la piel como un láser y la fiebre que tenía por las noches, tras esas largas jornadas de exposición. 

Temprano a la mañana nos despertaban para desayunar. Siempre el miedo de no llegar, había que hacer la cama, pasar por el baño, lavarse la cara, cepillarse los dientes y el miedo de no llegar. Las cosas que te harían en los baños si no te portabas bien. 20:30 hs.  se apagaban las luces para dormir y así debías hacerlo. Mi cara asomaba lo mínimo necesario para respirar por encima de la colcha de lana azul a cuadros que tapizaba las doscientas cuchetas del pabellón. Aquellas que no durmieran las enviaban al baño tras una ola de gritos condenatorios y golpes a en los caños metálicos de las camas. Se escuchaban gritos de tortura. A la mañana siguiente no se sabía nada de aquellas. Los días transcurrían entre las clases de educación física, las mañanas en el agua congelada del mar, y los juegos de payana en el patio central. Se contaban muchas historias truculentas entre las chicas del grupo que rondaba entre los 8 y los 12 años. Muchas de ellas ya habían transitado obligados caminos hacia una sexualidad precoz. Muchas conocíamos el abuso, el manoseo de los viejos lascivos en el colectivo, la galantería malsana de los perversos. Historias de violaciones circulaban como cuentos de terror entre las chicas. Las mayores nos advertían que cuando te mandaban a las duchas porque no te dormías, allí te entregaban a los hombres que te tocaban. Los patios dividían los pabellones de varones y mujeres. Jamás vi un varón en el complejo, ni siquiera en el tren, pero si los cruzábamos en el comedor. Mi única amiga por aquellos días, tenía un hermano al que no vio en toda su estadía. Sentadas en el comedor no se podía hablar así que había aprendido rápidamente el alfabeto para sordo-mudos. Podía comunicarme a la distancia, separadas por largas mesas de tablones nos reíamos en silencio u organizábamos salir juntas del comedor. 

Fue una tarde, cerca de la finalización del período vacacional soñado, que nos llevaron al centro y los encontré. Nos permitieron agarrar de la bolsa de hule algo de dinero que nuestros padres nos habían dado para comprar un souvenir y la Polaroid.  Como en una pesadilla del más allá sentí la libertad tan preciada: solamente escapar a la colonia, ver el mundo de los niños normales, que pasaban sus vacaciones con sus padres y no un rebaño de niños vestidos todos iguales, yendo en manada hacia todos lados, atendiendo las indicaciones y teniendo miedo.  La fotografía icónica quedó plasmada y la Kodak nunca más funcionó. Se trabó apenas escupió los lobos marinos custodiando el firmamento. No hubo oportunidad de volver a probarla porque la celadora ya se había apropiado de la cámara. 

Llegué a verlos, incólumes, vigilantes y erectos, desplegando una vitalidad anhelante, la fuerza de unos seres estoicos. Esa imagen me acompañó el resto de la jornada y opera en mí como un falo, como un mantra simbólico del recuerdo.  En el bolsillo la materialidad plástica de los lobos que cambiaban de color irradiaba temperatura. Un talismán azulado que se presentó a mi vista como esperando que alguien reparara en su singularidad.  Los niños, pasaban de largo, buscaban lo novedoso, las golosinas, el collar de caracoles para la mamá. Una fuerza irresistible me atrajo, gasté unas pocas monedas en el amuleto que cambiaba y me aferré a punto tal que el acrílico se me clavaba en las yemas. La imagen congelada de la polaroid daba vueltas en el bolsillo de la campera de algodón azul mientras la figura tridimensional parecía cobrar vida. Hacían fuerza por sub-venir, materializar la imagen con una energía primitiva. 

Aquella noche fatídica se hicieron presentes. Nada resultó igual en la última semana del retiro espiritual. La fotografía se había corrompido: cuando fui a esconderla debajo del colchón advertí que el azul del cielo prístino que enmarcaba los dos titanes se había teñido de bermellón.  Esa noche, un grito alteró el tránsito hacia el sueño. Una vez más, alguien salió castigada hacia las duchas. Los gritos se volvieron a escuchar, pero esta vez no era la voz infantil que rogaba clemencia, era un alarido siniestro el que provenía desde el fondo del oscuro pabellón. Al final de la hilera de cuchetas dormía la celadora de turno. Tras el escándalo, que duró bastante sin que ninguna de las niñas se animara a asomarse fuera de las sábanas, aparecieron sus compañeras. Entre exclamaciones de asombro y horror podíamos imaginar la escena sangrienta. Esas duchas fueron clausuradas, en lenguaje de señas la niña castigada nos contó que en la oscuridad vio una sombra grotesca que se desplazaba lentamente.  Una masa uniforme se arrastraba hacia los baños. Dos mastodontes peludos y furiosos atacaron a la celadora, dejándola descuartizada sobre el mármol blanco.  No pudo ver más, sólo unas sombras gigantescas, oscuras y el grito grave, profundo de la presencia mezclado con los alaridos de la carcelera. 

A los pocos días volvimos a nuestros hogares. La noticia del asesinato de la celadora salió en Telenueve pero nunca descubrieron qué había pasado. El tren frenó en el andén, bajamos y ahí nomás esperaba que nadie hubiera ido a buscarme. Alivio fue la sensación de sentirse querido cuando un abrazo inesperado me dejó sin aliento. A partir de ese día la separación siempre tiene por excusa volver a ese abrazo que dice todo, sin palabras. Como en lenguaje de señas, apretujado por el otro que renueva la confianza. Así de inseparable estaba en mi mano el pequeño tótem de plástico insulso. Recuerdo palpitante del terror de una cárcel de la infancia. No podía dejar de asirte a punto tal de que se me acalambraba el puño. Necesitaba sentir el calor, la fuerza que transmitía en rigor, esos hocicos amenazantes al cielo. Ambos, simétricos desafiando los designios de una verdad incuestionable: el mundo era un sitio atroz. 


                                                                        Locuaz mudez




 

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