La necesidad de salir corriendo y encontrar algo que lo anestesie y lo
sumerja en un dulce desvarío, o un dolor profundo. Despedir los gases de la
podredumbre interna, como quien despide a los muertos con los que carga, como
quien se deshace de la materia putrefacta del recuerdo para limpiar los
intestinos del alma. El malestar físico de hinchazón, de cosa
indeseable que puja por salir para terminar de desprenderse del cuerpo que
aloja y transmutarse en simple olvido. Un dolor de entrañas que traduzca el
dolor incomprensible del ser y no ser por la falta del escarnio. Un dolor
espontáneo y natural que se exprese anónimo y fugaz que persista en su acidez
maloliente y te diga instantáneamente que todo es una mierda.
Salió a la rutina diaria, al enfrentarse a la falta de sorpresa, a la
inmutabilidad de los cuerpos sujetados de dolor y las carencias de
contracciones espasmódicas reflejas. Salió contrahecho y constipado a una
realidad de mohindades involuntarias.
La soledad recubre atenta y temerosa el silencio.
Oscuros demonios aprovecha a ganar territorio contaminando el cuerpo que
está por estallar y ¿cuándo reviente? ¿Qué será del parásito que se aloja y
pervierte el deseo, qué será de ese cuerpo destripado y cancerígeno?
Al dar vueltas a la esquina el niño que no fue soltó las riendas de la
compostura y la diarreica imbecilidad se hizo presente como una excusa,
como un desafío frente al fantasma.
Evacuado el atracón de perversiones dejó salir la angustia, creció
de golpe para aceptar el hijo que se marchitó, el padre que deseo ser, la mujer
que tal vez nunca llegó, el inalcanzable modelo, el amigo que no conoció.
Todo el universo de fantasías absurdas se contrastó con una realidad estática.
El ciclo digesto debía continuar y el proceso tomo otro curso: enemas
esotéricos una vez por semana.