domingo, 27 de febrero de 2022

Viaje al Sol.


                                                  


                                                                                      

          Se llama Sol, sí, como el sol del cielo. Cada vez que alguien le pregunta por su nombre él cuenta la anécdota de sus padres escritores, su mamá muy psicodélica que en los 70’ flasheó con el nombre. Por otro lado, el sol es masculino, así que no sé cuál es la sorpresa. Sol es mi sol, mi vida y quien ilumina mis días. Para mi es Solcito, y disputa con nuestra hija el puesto de los soles. Solcita y Solcito son los astros magnánimos en esta familia. Para el resto del mundo termina siendo también Solcito, aquel ser generoso de conocimiento, que ilumina todas las soluciones posibles para cualquier problema ordinario; el compañero incondicional; el padre amoroso; el hermano atento; el hijo cariñoso.

Esta historia comenzó hace 37 años, cuando teníamos 13. Habíamos entrado en la escuela secundaria, en el Nacional 13 de Liniers. El primer día de clase, con los nervios del primer día, perdí la llave con la cual ataba la bicicleta al poste de la garita del guardabarrera de la estación de Liniers. Tuve que llamar a mi viejo porque no sabía qué hacer ni qué colectivo tomar para regresar a casa o cómo llevarme la bicicleta que había quedado encadenada al poste. Encadenada a esa escuela de mierda a la que había ido a parar por no haber podido entrar en el Normal de San Justo, me sentía. Fuimos la primera camada en ingresar al secundario sin examen de ingreso. Alfonsín había decretado que para ingresar al secundario no hacía falta pasar ningún examen. Yo, que me había preparado todo el año con el Manual del ingresante, no tuve oportunidad, terminé en el sorteo y sin vacante en la escuela a la que quería ir y fui a parar a una lejos de mi casa. Tenía que tomar dos colectivos y eso representaba un gasto importante para las finanzas de mi familia. La ocurrencia de ir en bici llegó y duró sólo ese día fatal.

 Entré en la escuela con mucho temor, tratando de encontrar alguna cara conocida. Nadie que reconociera había en ese mar de adolescentes bulliciosos y veía a los de 5°año como “grandes”, muy lejos de poder compartir nada, ni siquiera la escuela. Era un hecho, yo no pertenecía allí. Incertidumbre, temor y un mundo nuevo se presentaba. No obstante, los reparos, enseguida trabé amistad con Débora, que había hecho su primaria en Mataderos, como yo. 1° 6° fue nuestro curso y cuando ese primer día vi esos números escritos no sabía cómo se leían… tardé un ratito en empezar a relacionar: primero-sexta.  Hay seis primeros y estamos en el sexto. Al pasar a segundo ya quedaban menos y pasamos a llamarnos 2° 3°.

Las clases comenzaron y trece materias aparecieron repentinamente con sus correspondientes profesores y trece libros que se alternaban en la semana. Sol apareció en mi vida en aquella entrega de Geografía y desapareció al segundo año. Trabajo práctico sobre los planetas, típico, hacer el sistema solar. Su habilidad con los materiales quedó plasmada en una maqueta que orgulloso presentó y por supuesto se sacó un 10. Inflado de vanidad pasó por al lado de mi banco y yo dije “este chico quiero para mí”.

Mi chico se sentaba en el último banco, allí donde estaban los repetidores, los charletas, la joda. Toda la fila de chicas hacía amistad con mi Sol, que tan puro era que su piel blanca y traslúcida llamaba la atención de la paraguaya con la que se sentaba. La muy turrita, que era más grande que nosotros, (toda una mujer de 15 años) le acariciaba el antebrazo y le decía “¡qué suavecito que sos!”. Él se dejaba manipular mientras ojeaban revistas porno y jugaban a la seducción. En el fondo se armaban las parejas, los chistes, los apodos y las rateadas. No pasaba la semana sin que un día nos rateáramos todos a la placita de Vélez.

Gallo, Vignículo, Báez, así nos llamábamos, por el apellido. Muchos años de democracia tuvieron que pasar para que se me pasara la manía de llamar a la gente por el apellido. Creo que la dictadura había dejado marcas indelebles en la sociedad en general y en particular en el ámbito escolar. Se contaba hasta 1985 había un protocolo de vestimenta para asistir al Nacional que constaba de medias azules a la rodilla y pollera para la chicas y camisa y corbata en los varones. Nada de esto existía ya pero sí cierta crítica vedada sobre el pelo largo. Por supuesto nadie se animaba a pedirle a un adolescente que se lo cortara, pero todos sabíamos que hasta hacía pocos años, los chicos debían esconder detrás del cuello de la camisa la melena. Un inconsciente modelado por prácticas castrenses había dejado sus resabios: tomar distancia, el trato de “señor” para marcar autoridad y a su vez retarnos al grito de ¡Señor!.

Gallo salía con Báez. Noviaban inocentemente, dándose unos besos y ensayando las peleas y los celos. A mí me gustaba Salomone. Era un chico estudioso, inteligente y relindo. Con sus oyuelos y sus ojitos para adentro, tenía el porte de un jugador de rugby. Bien formado para su edad no era enclenque como Solcito. Empezamos una amistad. Yo no sé si Solcito le dijo alguna vez a Salomone que me gustaba. Ese era el encargo “haceme pata con Salomone”. No sólo no me hizo pata sino que un mediodía, en el ingreso a la escuela, me pidió de sentarse conmigo. “¡Dale!” Nunca más en estos 37 años nos hemos dejado de sentar juntos. Juntos para todos lados.

Al día siguiente me preguntó ¿hoy te vas a sentar conmigo? Fue sospechoso… ¿por qué me preguntaba algo que era una rutina? Éramos amigos, nos sentábamos juntos, ¿por qué sería de otro modo? “¡Obvio boludo!”. No había dudas de que algo se traía entre manos y aquello despertó la curiosidad y las ganas de ser posesión de alguien, que alguien reclamara por mí.

Esa semana se organizó la salida del Día de la Primavera. Me pasaba a buscar un compañero que vivía cerca de casa. Ya me había dado cuenta de que aquellas demostraciones de atención conllevaban una intención, una tensión amorosa que yo deseaba se concretara pronto, con cualquiera. Al bajar del 28 en Ezeiza Sol no se me despegó en todo el día. Hablamos de lecturas, de hobbies, de música, de lo que había traído para comer. Aún recuerdo cómo me llamó la atención que existía un pan árabe y una empanada llamada fatay. Empezaba a conocer el mundo fuera de la tristeza de mi casa.

-No pude dormir en toda la noche.

¿Estaría nervioso por mí, por lo que estaba pasando en aquel instante en que no se despegaba de mi lado o por lo que estaría por pasar? ¿Qué estaba por pasar? Encontramos un árbol en el cual recostarnos y allí nos quedamos, charlando, mientras el resto de los compañeros daban vueltas por los bosques de Ezeiza, buscaban hacerse amigos de otros grupos, daban vueltas. No sé muy bien que hicieron todos, aquella tarde, pero sí sé que cuando me dijo de salir el sábado próximo de los nervios le dije, ¡le pido permiso a mi papá y le aviso a los chicos! ¡No entendía la propuesta… tan chiquitos éramos!

Tan sorprendida estaba con lo que acontecía que la gaseosa estalló dentro del bolso arruinando los casettes de Kiss que me había comprado con el ahorro de colarme en el colectivo todas las tardes. No me importó demasiado, la emoción superaba los accidentes. Vacié el bolso todo pegoteado de Crush y nos fuimos a los juegos. Un barco de lata que se balanceaba de un lado al otro, colgado de sus extremos y propulsado por el vaivén y la fuerza que imprimíamos a una polea. Era realmente un trabajo en equipo y de pareja. Llegaron años de continuar llevando el barco, haciendo la fuerza necesaria para moverlo sincronizadamente, en un hamacarse continuo…

Ambos éramos lectores inquietos, leíamos cualquier cosa que llegara a nuestras manos. Sol vivía en una casa invadida por libros de diferentes temáticas que nunca satisfacían su curiosidad, mientras que yo contaba con muchos ejemplares viejos, de hojas amarillas y quebradizas, llenos de polvo y ácaros que se iban comiendo las páginas. Aquella colección se había conformado gracias a las cosas que la gente tira para hacer lugar. Mi padre que trabajaba de recolector de residuos para la ciudad de Bs. As. solía ver cómo la gente sacaba a la vereda libros viejos para tirar, o para que se los llevara el cartonero como papel. Álvaro Yunque llegó a mis manos con trece años y una avidez por la lectura que compartíamos con Sol. Por aquellos años, las ferias de libros usados de Primera Junta y Parque Avellaneda eran la cita obligada para ir renovando las lecturas.  Crecimos, nos desencontramos y te busqué en cada libro. Tenía por costumbre escribir pequeñas esquelas en el margen de las hojas de los libros que luego vendía en esas ferias. “Sol, te amo… llamame. Vuelve, el deseo, aunque es tan corrupto que no se desnuda, no alcanza a denostar la muerte porque ella, próxima y ausente te remeda. ¿Dónde andarás regalando ese amor que ya tiene dueño? Sepultado te dejé, asolada, desvinculando el cielo del hades funesto que me espera por desear el cinismo que me acerca. Y todos vivimos en la soledad de nuestras almas que no encuentran su camino a la felicidad” Trataba de venderlo rápidamente, para que el vendedor no advirtiera el escarnio con el cual me había dedicado a hacer del libro usado el mensajero del dolor. Tenía la esperanza, casi la certeza que llegaría a tus manos de algún modo. ¿Cuántos lectores de Julio Verne podría haber?

El intercambio de libros de Verne duró todos los sábados al mediodía de un verano hasta que me aburrí de leer las extensas descripciones. Te buscaba visualmente en Liniers, Mataderos y Primera Junta. Te buscaba tanto que lograba encontrarme seres que parecían tener un rasgo, una mirada, un pedazo de tu alma robada … pensaba que tal vez aquellos eran un médium a través del cual mi amor se comunicaba conmigo. En una oportunidad conocí al poeta que tenía la misma caligrafía que Sol. Aquella mismísima con la que había grabado un regalo: el cuadrito de cuero que decía “Han pasado mil años y te sigo queriendo” Sólo habían pasado un par de meses, pero para aquellos adolescentes que éramos resultaba una eternidad. La misma mayúscula imprenta con la cual me había escrito una carta de despedida, citando a Ray Bradubury “Cuando no se puede tener la realidad, bastan los sueños”                                                                                                                

         

martes, 1 de febrero de 2022

"Desvanecida" Concurso GuKa 2021PRIMEROS PREMIOS MICRORELATO LITERATURA HIBRIDA



 


Desvanecida

Corrían los años en que los vuelos de la muerte eran parte de la memoria. Sol se asomó a la ventanilla inocentemente intentando ver el techo del mundo sobre aquellos copos blancos, etéreos. El sol se atisbaba entre las nubes y los rayos acariciaban el manto blanco que se extendía delante de sus primerizos ojos de tripulación de bautismo. Era su primer vuelo, el primer contacto con una sensación de los pies fuera del mundo terrenal, el cabal conocimiento de tener conciencia de estar flotando en salutación con los ángeles... si es que aquello era posible.

Su amado tras la emoción inicial del despegue dormía inquietamente, pero con una sonrisa sardónica que anticipaba el encuentro. Soñó con esa mirada tierna de aquellos ojos que lo vieron deslumbrante entre las tinieblas de la celda. Breves instantes fueron los que transcurrieron entre el alumbramiento y la presencia de una oscuridad atroz que lo acompañó toda la vida. Condenado a morir siempre se sintió a punto de estallar, ya no le quedaba fuerzas para sostener ese brillo inicial de la vida. Reflejos de matrices pasadas, cual flashes subrepticios del más allá lo atormentaban, hasta que una mañana habiendo cumplido la mayoría de edad, decidió poner fin a la sensación de estar desnaturalizado. Nunca sintió el apego, la ligazón y la pertenencia a sus padres, su hogar. Siempre con los pájaros volando, más allá de este mundo.  Los sueños de nieto recuperado se mezclaban con el sentimiento impreciso de temor que provoca estar tan lejos, a diez mil quilómetros de la realidad y tan cerca, allí donde quería encontrarse cuando la llama de Betelgeuse se apagara.

Un pestañeo fracturó el instante en que el astro se escondió detrás de una nube de polvo. Un copo de recuerdos, el alumbramiento y el rostro maternal oscureció de repente el cosmos.  Aquella, la desconocida, se asomó para marcar su presencia tras la “expulsión traumática”.