Se llama Sol, sí, como el sol del cielo. Cada vez que alguien le
pregunta por su nombre él cuenta la anécdota de sus padres escritores, su mamá
muy psicodélica que en los 70’ flasheó
con el nombre. Por otro lado, el sol es masculino, así que no sé cuál es la
sorpresa. Sol es mi sol, mi vida y quien ilumina mis días. Para mi es Solcito,
y disputa con nuestra hija el puesto de los soles. Solcita y Solcito son los
astros magnánimos en esta familia. Para el resto del mundo termina siendo
también Solcito, aquel ser generoso de conocimiento, que ilumina todas las
soluciones posibles para cualquier problema ordinario; el compañero
incondicional; el padre amoroso; el hermano atento; el hijo cariñoso.
Esta historia comenzó hace 37 años, cuando
teníamos 13. Habíamos entrado en la escuela secundaria, en el Nacional 13 de
Liniers. El primer día de clase, con los nervios del primer día, perdí la llave
con la cual ataba la bicicleta al poste de la garita del guardabarrera de la
estación de Liniers. Tuve que llamar a mi viejo porque no sabía qué hacer ni
qué colectivo tomar para regresar a casa o cómo llevarme la bicicleta que había
quedado encadenada al poste. Encadenada a esa escuela de mierda a la que había
ido a parar por no haber podido entrar en el Normal de San Justo, me sentía.
Fuimos la primera camada en ingresar al secundario sin examen de ingreso.
Alfonsín había decretado que para ingresar al secundario no hacía falta pasar
ningún examen. Yo, que me había preparado todo el año con el Manual del ingresante, no tuve
oportunidad, terminé en el sorteo y sin vacante en la escuela a la que quería
ir y fui a parar a una lejos de mi casa. Tenía que tomar dos colectivos y eso
representaba un gasto importante para las finanzas de mi familia. La ocurrencia
de ir en bici llegó y duró sólo ese día fatal.
Entré en la escuela con mucho temor, tratando
de encontrar alguna cara conocida. Nadie que reconociera había en ese mar de
adolescentes bulliciosos y veía a los de 5°año como “grandes”, muy lejos de
poder compartir nada, ni siquiera la escuela. Era un hecho, yo no pertenecía
allí. Incertidumbre, temor y un mundo nuevo se presentaba. No obstante, los
reparos, enseguida trabé amistad con Débora, que había hecho su primaria en
Mataderos, como yo. 1° 6° fue nuestro curso y cuando ese primer día vi esos números
escritos no sabía cómo se leían… tardé un ratito en empezar a relacionar:
primero-sexta. Hay seis primeros y
estamos en el sexto. Al pasar a segundo ya quedaban menos y pasamos a llamarnos
2° 3°.
Las clases comenzaron y trece materias
aparecieron repentinamente con sus correspondientes profesores y trece libros
que se alternaban en la semana. Sol apareció en mi vida en aquella entrega de
Geografía y desapareció al segundo año. Trabajo práctico sobre los planetas,
típico, hacer el sistema solar. Su habilidad con los materiales quedó plasmada
en una maqueta que orgulloso presentó y por supuesto se sacó un 10. Inflado de
vanidad pasó por al lado de mi banco y yo dije “este chico quiero para mí”.
Mi chico se sentaba en el último banco,
allí donde estaban los repetidores, los charletas, la joda. Toda la fila de
chicas hacía amistad con mi Sol, que tan puro era que su piel blanca y
traslúcida llamaba la atención de la paraguaya con la que se sentaba. La muy
turrita, que era más grande que nosotros, (toda una mujer de 15 años) le
acariciaba el antebrazo y le decía “¡qué suavecito que sos!”. Él se dejaba
manipular mientras ojeaban revistas porno y jugaban a la seducción. En el fondo
se armaban las parejas, los chistes, los apodos y las rateadas. No pasaba la semana
sin que un día nos rateáramos todos a la placita de Vélez.
Gallo, Vignículo, Báez, así nos
llamábamos, por el apellido. Muchos años de democracia tuvieron que pasar para
que se me pasara la manía de llamar a la gente por el apellido. Creo que la dictadura
había dejado marcas indelebles en la sociedad en general y en particular en el
ámbito escolar. Se contaba hasta 1985 había un protocolo de vestimenta para
asistir al Nacional que constaba de medias azules a la rodilla y pollera para
la chicas y camisa y corbata en los varones. Nada de esto existía ya pero sí
cierta crítica vedada sobre el pelo largo. Por supuesto nadie se animaba a
pedirle a un adolescente que se lo cortara, pero todos sabíamos que hasta hacía
pocos años, los chicos debían esconder detrás del cuello de la camisa la
melena. Un inconsciente modelado por prácticas castrenses había dejado sus
resabios: tomar distancia, el trato de “señor” para marcar autoridad y a su vez
retarnos al grito de ¡Señor!.
Gallo salía con Báez. Noviaban inocentemente,
dándose unos besos y ensayando las peleas y los celos. A mí me gustaba
Salomone. Era un chico estudioso, inteligente y relindo. Con sus oyuelos y sus
ojitos para adentro, tenía el porte de un jugador de rugby. Bien formado para
su edad no era enclenque como Solcito. Empezamos una amistad. Yo no sé si
Solcito le dijo alguna vez a Salomone que me gustaba. Ese era el encargo
“haceme pata con Salomone”. No sólo no me hizo pata sino que un mediodía, en el
ingreso a la escuela, me pidió de sentarse conmigo. “¡Dale!” Nunca más en estos
37 años nos hemos dejado de sentar juntos. Juntos para todos lados.
Al día siguiente me preguntó ¿hoy te vas a
sentar conmigo? Fue sospechoso… ¿por qué me preguntaba algo que era una rutina?
Éramos amigos, nos sentábamos juntos, ¿por qué sería de otro modo? “¡Obvio
boludo!”. No había dudas de que algo se traía entre manos y aquello despertó la
curiosidad y las ganas de ser posesión de alguien, que alguien reclamara por
mí.
Esa semana se organizó la salida del Día
de la Primavera. Me pasaba a buscar un compañero que vivía cerca de casa. Ya me
había dado cuenta de que aquellas demostraciones de atención conllevaban una
intención, una tensión amorosa que yo deseaba se concretara pronto, con
cualquiera. Al bajar del 28 en Ezeiza Sol no se me despegó en todo el día.
Hablamos de lecturas, de hobbies, de música, de lo que había traído para comer.
Aún recuerdo cómo me llamó la atención que existía un pan árabe y una empanada
llamada fatay. Empezaba a conocer el mundo fuera de la tristeza de mi casa.
-No pude dormir en toda la noche.
¿Estaría nervioso por mí, por lo que
estaba pasando en aquel instante en que no se despegaba de mi lado o por lo que
estaría por pasar? ¿Qué estaba por pasar? Encontramos un árbol en el cual
recostarnos y allí nos quedamos, charlando, mientras el resto de los compañeros
daban vueltas por los bosques de Ezeiza, buscaban hacerse amigos de otros
grupos, daban vueltas. No sé muy bien que hicieron todos, aquella tarde, pero sí
sé que cuando me dijo de salir el sábado próximo de los nervios le dije, ¡le
pido permiso a mi papá y le aviso a los chicos! ¡No entendía la propuesta… tan
chiquitos éramos!
Tan sorprendida estaba con lo que
acontecía que la gaseosa estalló dentro del bolso arruinando los casettes de
Kiss que me había comprado con el ahorro de colarme en el colectivo todas las
tardes. No me importó demasiado, la emoción superaba los accidentes. Vacié el
bolso todo pegoteado de Crush y nos fuimos a los juegos. Un barco de lata que se
balanceaba de un lado al otro, colgado de sus extremos y propulsado por el
vaivén y la fuerza que imprimíamos a una polea. Era realmente un trabajo en
equipo y de pareja. Llegaron años de continuar llevando el barco, haciendo la
fuerza necesaria para moverlo sincronizadamente, en un hamacarse continuo…
Ambos éramos lectores inquietos, leíamos
cualquier cosa que llegara a nuestras manos. Sol vivía en una casa invadida por
libros de diferentes temáticas que nunca satisfacían su curiosidad, mientras
que yo contaba con muchos ejemplares viejos, de hojas amarillas y quebradizas,
llenos de polvo y ácaros que se iban comiendo las páginas. Aquella colección se
había conformado gracias a las cosas que la gente tira para hacer lugar. Mi
padre que trabajaba de recolector de residuos para la ciudad de Bs. As. solía
ver cómo la gente sacaba a la vereda libros viejos para tirar, o para que se
los llevara el cartonero como papel. Álvaro Yunque llegó a mis manos con trece
años y una avidez por la lectura que compartíamos con Sol. Por aquellos años,
las ferias de libros usados de Primera Junta y Parque Avellaneda eran la cita
obligada para ir renovando las lecturas. Crecimos, nos desencontramos y te busqué en
cada libro. Tenía por costumbre escribir pequeñas esquelas en el margen de las
hojas de los libros que luego vendía en esas ferias. “Sol, te amo… llamame. Vuelve,
el deseo, aunque es tan corrupto que no se desnuda, no alcanza a denostar la
muerte porque ella, próxima y ausente te remeda. ¿Dónde andarás regalando ese
amor que ya tiene dueño? Sepultado te dejé, asolada, desvinculando el cielo del
hades funesto que me espera por desear el cinismo que me acerca. Y
todos vivimos en la soledad de nuestras almas que no encuentran su camino a la
felicidad” Trataba de venderlo rápidamente, para que el vendedor no advirtiera
el escarnio con el cual me había dedicado a hacer del libro usado el mensajero
del dolor. Tenía la esperanza, casi la certeza que llegaría a tus manos de
algún modo. ¿Cuántos lectores de Julio Verne podría haber?
El intercambio de libros de Verne duró
todos los sábados al mediodía de un verano hasta que me aburrí de leer las
extensas descripciones. Te buscaba visualmente en Liniers, Mataderos y Primera
Junta. Te buscaba tanto que lograba encontrarme seres que parecían tener un
rasgo, una mirada, un pedazo de tu alma robada … pensaba que tal vez aquellos eran
un médium a través del cual mi amor se comunicaba conmigo. En una oportunidad
conocí al poeta que tenía la misma caligrafía que Sol. Aquella mismísima con la
que había grabado un regalo: el cuadrito de cuero que decía “Han pasado mil
años y te sigo queriendo” Sólo habían pasado un par de meses, pero para
aquellos adolescentes que éramos resultaba una eternidad. La misma mayúscula
imprenta con la cual me había escrito una carta de despedida, citando a Ray
Bradubury “Cuando no se puede tener la realidad, bastan los sueños”
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