ROTARY INTERNACIONAL
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Hacía mucho tiempo
que había dejado su casa materna, en el barrio de Caballito, para ir a vivir a
Barrio Independencia, barrio ubicado justo en el medio del partido de la
Matanza. Calles de tierra, negocios atestados de ropa y comida, y la sensación
de que lo importante se debatía si tenías el estómago lleno.
Se levantó, se puso
el jean que usaba todos los días y salió bajo la lluvia, evitando los charcos
de barro descompuesto por la acumulación de muchos días de agua y la falta de
recolección de residuos. Antes de partir, sacó la basura y por supuesto al
pasar por la puerta del jardín comunitario dejó la bolsa encima de una pila
nauseabunda de inmundicias. No hay otra forma de deshacerse de los desperdicios
que no sea dejándolos en la puerta del jardín, por lo menos ahí sí hacen la
recolección dos veces a la semana. Por la tarde, cuando vuelva para casa,
seguro me encuentro los restos de la cena de anoche desperdigados por toda la
vereda, pensó.
Es verdad, por la
tarde, se encontraría a los perros hurgando las bolsas, destruyendo los
vestigios de una abundancia inexistente. Se confundiría con los mismos perros
que durante todo el día transitan puertas adentro la institución. Allí se
quedan esperando que una rodaja de pan pintado con mermelada caiga al piso para
iniciar una lucha del que más puede con otros de los canes lazarillos. Pasado
el momento de la merienda, se quedan, se siguen quedando, instalados en el
patio sorteando los “¡cucha, cucha!” de toda la escuela, o asistiendo al acto
estratégico de sondear su olfato con algún pedazo de pan con pan, hacia la
puerta.
El barrio
melancólico, esperaba el abrigo del sol para salvar su miseria. Las tortillas
eran un mimo en estos días. Todo aquel que saliera en la mañana, temprano hacia
su trabajo, debía pasar inevitablemente delante de Mary quien desde las cinco
estaba amasando y tratando de prender el fuego con unas ramas húmedas. El
olorcito del paraíso con la grasa vacuna estimula cualquier paladar refinado.
Recogió dos tortillas para compartir con sus compañeras docentes. Por la mañana
mate por medio y risas desaforadas, por la tarde el tereré para despertarse un
poco de la modorra.
Caminó unas seis
cuadras hasta la parada del colectivo que la dejaba en la escuela de villa. Por
suerte el sesenta por ciento extra que le pagaban por ir a trabajar a un lugar
desfavorable le permitía darse el lujo de retomar sus placeres burgueses de sus
años de ciudadana porteña. Pasó sus años de infancia concurriendo a la Escuela
Normal nº 4 y sus vacaciones en Mardel en lo de la tía, así que no pensaba
resignar jamás las vacaciones para su familia.
Extendió la mano, se
mojó la manga del guardapolvo que con la chorrera del paraguas empezó a dejar
de ser blanco; paró el bondi y subió distraídamente. En el fondo de
la unidad un par de ojos maliciosos la escrutaban, dos guachines, de gorrita
vociferaban procaces. Trataban de llamar la atención del mundo, en un mundo que
venía ahogando sus voces desde su nacimiento. Esa necesidad de hacerse oír no
se podía reprimir con estereotipos de lo que significa “ubicarse”. El medio es
público y la furia también.
El paisaje de
"La Palito" se sublevaba frente al Shopping y el hipermercado. Se
bajó del 406 adentrándose en los pasillos del Barrio Almafuerte como si fuera
un vecino más. La violencia concentrada en esas caritas quemadas por el
carbón que calefacciona y sirve de cocina en los ranchos, se desata en ruidosos
transitares por los pasillos de la escuela. Sus paredes de lata son la membrana
que recibe los golpes rítmicos, los mismos golpes que cada uno de los niños
recibió la noche anterior, antes de ir a dormir, por haberse quejado de que no
había nada para comer. El rugir de esos tambores furiosos quedaba
grabado, anidado en los oídos, sin posibilidad de silencio, aunque le pidiera a
sus hijos que no le hablaran por un ratito.
Abrió la puerta de la
sala de maestros y las chicas contaban las vicisitudes de Susana y Tinelli. Ya
era tarde y la reja de la escuela no se había abierto pero lo perros transitaban
esperando la delicia matutina. Alma desprendió un trozo de tortilla, le dio un
mordisco furioso como para adentrarse con ganas a lo que le deparaba el día y
como al pasar vio el rojo brillante en la cara de su alumnita de primer grado. El
grito desgarrador y los ladridos se conjugaron. El perro salió despavorido
perseguido por la escoba furiosa de la portera. Jenny lloraba detrás de una
cortina de sangre que le chorreaba la cara, los chicos gritaban, los grandes
gritaban más, la Directora no estaba, las chicas dejaban el mate para asomarse
a ver qué pasaba, el ruido, la mugre, el barro, las panzas vacías, los
desperdicios y los perros, la miseria y la grasa… y ella fuerte, junto a
los pobres, limpiando la cara destrozada de la pobreza.
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