domingo, 9 de agosto de 2020

"Alma, siempre fuerte" hipervínculos


CUENTO UTILIZANDO HIPERVÍNCULOS.

Acá el texto con hipervínculos: "ALMA, SIEMPRE FUERTE", dedicado a todas las docentes que me acompañan en este camino y a la experiencia transitada por la EP 115, "Villa Palito", Barrio Almafuerte.

Evaluación de los jurados:
Etapa #1
Jurado 1: Excelentes fotografías originales, buen desarrollo de un personaje complejo. Sería interesante leer sobre como se relaciona con los habitantes de la villa.
Jurado 2: Tu cuento tiene un uso interesante de la imagen. Te sugerimos, sin embargo, revisar algunos elementos del tono narrativo. Felicitamos tu participación y esperamos poder leerte en un futuro Premio Itaú Cuento Digital. Saludos.
Premio Itaú de Cuento Digital – Categoría General: Anuncio de preseleccionados

Preseleccionados 

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Alma, siempre fuerte.
Nuevamente, levantarse para escuchar el diario, sonar de las puteadas y el argot insoportable de un mundo al cual no quería pertenecer.
Hacía mucho tiempo que había dejado su casa materna, en el barrio de Caballito, para ir a vivir a Barrio Independencia, barrio ubicado justo en el medio del partido de la Matanza. Calles de tierra, negocios atestados de ropa y comida, y la sensación de que lo importante se debatía en el fino sentimiento del parecer y tener el estómago lleno. Explicaciones de más: vivía la asolada desesperanza de futuro.
Se levantó, se puso el jean que usaba todos los días y salió bajo la lluvia, evitando los charcos de barro descompuesto por la acumulación de muchos días de agua y la falta de recolección de residuos. Antes de partir, sacó la basura y por supuesto, al pasar por la puerta del jardín comunitario, dejó la bolsa encima de una pila nauseabunda de inmundicias. No hay otra forma de deshacerse de los desperdicios que no sea dejándolos en la puerta del jardín, por lo menos ahí sí hacen la recolección dos veces a la semana. Por la tarde, cuando vuelva para casa, seguro me encuentro los restos de la cena de anoche desperdigados por toda la vereda, pensó.
Es verdad, por la tarde, transcurrido el bullicio de las infancias olvidadas por Estados ausentes, se encontraría a los perros hurgando las bolsas, destruyendo los vestigios de una abundancia inexistente. Se confundiría con los mismos perros que durante todo el día transitan puertas adentro de la institución, apenas se abre la puerta del jardín, acompañando la educación y alimento de los pequeños. Allí se quedan esperando que una rodaja de pan pintado con mermelada caiga al piso para iniciar una lucha del que más puede con otros de los canes lazarillos. Pasado el momento de la merienda, se quedan, se siguen quedando, instalados en el patio sorteando los “¡cucha, cucha!” de toda la escuela, o asistiendo al acto estratégico de sondear su olfato con algún pedazo de pan con pan, hacia la puerta. Acto seguido, lo advierten, huelen el engaño y presto pronto vuelven a la carga de buscar a su amiguito, el humano al cual se le caerán las migajas o se quedarán al sol del patio frente a los sanitarios aireados, haciendo uso del ponchito de los pobres.  
El barrio melancólico, esperaba el abrigo del sol para salvar su miseria. Las tortillas eran un mimo en estos días. Todo aquel que saliera en la mañana temprano hacía su trabajo debía pasar inevitablemente delante de Mary quien desde las cinco estaba amasando y tratando de prender el fuego con unas ramas húmedas. El olorcito del paraíso con la grasa vacuna estimula cualquier paladar refinado. Recogió dos tortillas para compartir con sus compañeras docentes. Por la mañana mate por medio y risas desaforadas, por la tarde el tereré para despertarse un poco de la modorra.
Caminó unas seis cuadras hasta la parada del colectivo que la dejaba en la escuela de villa. Por suerte, el sesenta por ciento extra que le pagaban por ir a trabajar a un lugar desfavorable le permitía darse el lujo de retomar sus placeres burgueses de sus años de ciudadana porteña. Pasó sus años de infancia concurriendo a la Escuela Normal nº 4 y sus vacaciones en  Mardel en lo de la tía, así que no pensaba resignar jamás las vacaciones para su familia. Ya era demasiado que, habiendo salido de una familia acomodada, terminara viviendo en el conurbano bonaerense con "esos negros" y no pudiera irse de vacaciones. No le quedó otra cuando la provincia empezó a pagar en patacones y tuvo que dejar de alquilar el departamentito de dos ambientes sobre Alberdi. Por lo menos, le decía Raúl, su esposo, el ranchito es nuestro.
Una leyenda curiosa en un patrullero le dio gracia, se sonrió intentando encontrar la “magia de estar vivos” pero naturalmente tanto optimismo se cayó al ver el camión que pasaba detrás. La película grotesca sobre el conurbano que vio anoche no logró arrancarle una sonrisa. Se sintió identificada y triste. La demora del colectivo le daba tiempo para entrar en todas estas divagaciones sin advertir que ya era la hora en que debería estar recibiendo a sus alumnos. Extendió la mano, se mojó la manga del guardapolvo que con la chorrera del paraguas empezó a dejar de ser blanco; paró el bondi y subió distraídamente.  
En el fondo de la unidad, un par de ojos maliciosos la escrutaban, dos guachines, de gorrita, vociferaban procaces. Trataban de llamar la atención del mundo, en un mundo que venía ahogando sus voces desde su nacimiento. Esa necesidad de hacerse oír no se podía reprimir con estereotipos de lo que significa “ubicarse”. El medio es público y la furia también.
 El paisaje de "La Palito" se sublevaba frente al Shopping, el hipermercado y las voces estruendosas en un juego de luz, color y sonido digno de Tire dié. Se bajó del 406 adentrándose en los pasillos del Barrio Almafuerte como si fuera un vecino más. En su familia nadie creería las imágenes que a diario le presenta el cotidiano, ni las cuenta, son situaciones demasiado alejadas y tristes para la mesa de los domingos que intenta ser “acomodada”.
 La violencia concentrada en esas caritas quemadas por el carbón que calefacciona y sirve de cocina en los ranchos, se desata en ruidosos transitares por los pasillos de la escuela. Sus paredes de lata son la membrana que recibe los golpes rítmicos, los mismos golpes que cada uno de los niños recibió la noche anterior, antes de ir a dormir, por haberse quejado de que no había nada para comer.  El rugir de esos tambores furiosos quedaba grabado, anidado en los oídos, sin posibilidad de silencio, aun cuando llegara a casa y le pidiera a Raúl y a los chicos que no le hablaran por un ratito.
Abrió la puerta de la sala de docentes y las chicas allí estaban, charlando las vicisitudes de Susana y Tinelli. Ya era tarde y la reja de la escuela no se había abierto, pero los perros ya transitaban esperando las delicias matutinas. Alma desprendió un trozo de la tortilla, le dio un mordisco furioso como para adentrarse con ganas a lo que le deparaba el día y como al pasar el rojo brillante en la cara de su alumnita de primer grado, se conjugó con el grito desgarrador y los ladridos. El perro salió despavorido, perseguido por la escoba furiosa de la portera. Jenny lloraba detrás de una cortina de sangre que le chorreaba la cara, los chicos gritaban, los grandes gritaban más, la Directora no estaba, las chicas dejaban el mate para asomarse a ver qué pasa, el ruido, la mugre, la inmundicia, el barro, las panzas vacías, la desesperanza, los desperdicios y los perros, la miseria y la grasa… y ella fuerte, junto a los pobres, limpiando la cara destrozada de la pobreza.