jueves, 11 de julio de 2013

La Señorita



Nuevamente levantarse para escuchar el diario sonar de las puteadas y el argot insoportable de un mundo al cual no quería pertenecer.
Hacia mucho tiempo que había dejado su casa materna, en el barrio de Caballito, para ir a vivir a Barrio Independencia, barrio ubicado justo en el medio del partido de la Matanza. Calles de tierra, negocios atestados de ropa y comida, y la sensación de que lo importante se debatía en el fino sentimiento del parecer y tener el estómago lleno. Explicaciones demás. Vivía la asolada desesperanza de futuro.
Se levantó, se puso el jean que usaba todos los días y salió bajo la lluvia, evitando los charcos de barro descompuesto por la acumulación de muchos días de agua y la falta de recolección de residuos. Antes de partir, sacó la basura y por supuesto al pasar por la puerta del jardin comunitario dejó la bolsa encima de una pila nauseabunda de inmundicias. No hay otra forma de deshacerse de los desperdicios que no sea dejándolos en la puerta del jardín,  por lo menos ahí sí hacen la recolección dos veces a la semana.
El barrio melancólico, esperaba el abrigo del sol para salvar su miseria. Las tortillas iban como piña estos días. Todo aquel que saliera en la mañana temprano hacia su trabajo debía pasar inevitablemente delante de Mary quien desde las cinco estaba amasando y tratando de prender el fuego con unas ramas húmedas. El olorcito del paraíso con la grasa vacuna estimula cualquier paladar refinado. Recogió dos tortillas para compartir con sus compañeras docentes, mate por medio y risas desaforadas.
Caminó unas seis cuadras hasta la parada del colectivo que la dejaba en la escuela de villa. Por suerte el sesenta porciento extra que le pagaban por ir a trabajar a un lugar desfaborable le permitía darse el lujo de retomar sus placeres burgueses de sus años de ciudadana porteña. Pasó sus años de infancia concurriendo a la Escuela Normal nº 4 y sus vacaciones en  Miramar en lo de la tía, así que no pensaba resignar jamás las vacaciones para su familia. Ya era demasiado que habiendo salido  de una familia acomodada terminara viviendo en el conurbano bonaerense con "esos negros". No le quedó otra, la provincia empezó a pagar  en patacones y tuvo que dejar de alquilar el departamentito de dos ambientes sobre Alberdi. Por lo menos, le decía Raúl, su esposo, es nuestro.
La demora del colectivo le daba tiempo para entrar en todas estas divagaciones sin advertir que ya era la hora en que debería estar recibiendo a sus alumnos. Extendió la mano, se mojó la manga del guardapolvo que con la  chorrera  del paraguas empezó a dejar de ser blanco, paró el bondi y subió distraidamente. En el fondo de la unidad un par de ojos  maliciosos la escrutaban.