Desvanecida
Corrían los años en que los vuelos de la muerte eran
parte de la memoria. Sol se asomó a la ventanilla inocentemente intentando ver
el techo del mundo sobre aquellos copos blancos, etéreos. El sol se atisbaba
entre las nubes y los rayos acariciaban el manto blanco que se extendía delante
de sus primerizos ojos de tripulación de bautismo. Era su primer vuelo, el
primer contacto con una sensación de los pies fuera del mundo terrenal, el
cabal conocimiento de tener conciencia de estar flotando en salutación con los
ángeles... si es que aquello era posible.
Su amado tras la emoción inicial del despegue dormía
inquietamente, pero con una sonrisa sardónica que anticipaba el encuentro. Soñó
con esa mirada tierna de aquellos ojos que lo vieron deslumbrante entre las
tinieblas de la celda. Breves instantes fueron los que transcurrieron entre el
alumbramiento y la presencia de una oscuridad atroz que lo acompañó toda la
vida. Condenado a morir siempre se sintió a punto de estallar, ya no le quedaba
fuerzas para sostener ese brillo inicial de la vida. Reflejos de matrices
pasadas, cual flashes subrepticios del más allá lo atormentaban, hasta que una
mañana habiendo cumplido la mayoría de edad, decidió poner fin a la sensación
de estar desnaturalizado. Nunca sintió el apego, la ligazón y la pertenencia a
sus padres, su hogar. Siempre con los pájaros volando, más allá de este
mundo. Los sueños de nieto recuperado se
mezclaban con el sentimiento impreciso de temor que provoca estar tan lejos, a
diez mil quilómetros de la realidad y tan cerca, allí donde quería encontrarse
cuando la llama de Betelgeuse se apagara.
Un pestañeo fracturó el instante en que el astro se
escondió detrás de una nube de polvo. Un copo de recuerdos, el alumbramiento y
el rostro maternal oscureció de repente el cosmos. Aquella, la desconocida, se asomó para marcar
su presencia tras la “expulsión traumática”.
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