viernes, 15 de enero de 2016

Dejar el nido


      


      Despertó sudada. Se bajó de la cama con destreza mecánica, anticipando los malos movimientos que no debía realizar para no continuar sufriendo los malditos dolores de espalda. Extrañas sensaciones que punzaban por aflorar en la última porción, pinchando, intentando nacer a través de la piel, luchando por sobrevivir a la cuota diaria de narcóticos que lo limitaban, que lo mantenían a raya.

 Se calzó las ojotas y a la espera de la voz del amado preocupado por el despertar repentino, lo único que presintió fue un susurro detrás de la puerta del baño. No eran las voces que a lo lejos se escuchaba de la ciudad despierta, ni los gritos ahogados de aquellas pobres infelices sojuzgadas por el maltrato o los llantos de los niños sufrientes de necesidades insatisfechas y abandono. Era algo más profundo, casi inaudible para cualquiera menos para ella que lo ansiaba con desidia y desamparo. Era el contacto con las raíces, con la profunda necesidad de estar en un continente de cuidado, de protección del alma y amparo del ser. Un susurro que no decía nada comprensible, como un canturreo incordio, arbitrario y apaciguador. Escucharlo no era para nada tranquilizante. Se detuvo un instante para reflexionar sobre los sucesos acaecidos unos minutos previos, antes del despertar, cuando sus fantasmas solían acecharla a las tres del mañana. Trató de identificar si lo que escuchaba era parte del sueño o tenía alguna vinculación con la triste realidad de despertar a diario exactamente a las tres de la mañana para masajear su espalda dolorida y pensar que era posible vivir sin sufrir. Y en esa hora mágica en que los más profundos monstruos infantiles suelen nutrirnos de almas atormentadas es la confusión y el desencanto que se hacen presente, recordando que todavía estamos vivos, que el pasado siempre vuelve, que el recuerdo es olvidado y la angustia perpetrada.

Pasos cortos, cansancio y somnolencia. La tele aún prendida y su cuerpo hecho un ovillo al otro lado de la cama le recordaba que vivía en otro. Quería vivir para otro, un lema imposible de seguir atendiendo a aquél que siempre estaba presente. Resonaba en su mente las míseras instrucciones del decálogo paterno: “No confíes en nadie”; “No existen los amigos”. Una sarta importante de prejuicios y menoscabos que cargaba en su espalda cual mochila de vida, un monstruo execrable y malicioso.

     Respiraba día a día a través de los ojos llenos de amor, paciencia y tolerancia de su amado. Con el paso de los años había logrado llenar esperanzada el hueco de desasosiego y oscuridad con el que había aprendido a vivir. Se deslizó sin hacer ruido hacia la habitación contigua a sabiendas de que en un par de horas el ritmo de la cotidianeidad tomaría nuevamente su monotonía. Un pesado lingote de culpas hacía de su espalda la demostración más acabada del deseo insatisfecho.  Cargaba en ese quiste por salir la podredumbre del recuerdo del padre, los dolores del otro, la vida sufrida: dejar su casa a los catorce años para trabajar en el obraje, apilando bolsas de maíz de cincuenta kilos que no pudo atajar y todo el peso de su corta edad cayó sobre su espalda; lo dejó tendido de bruces sobre el piso; el peso del niño desamparado de la vida, adulto a la fuerza… partido en dos, a partir de ese día partido en dos.

Un dolor agudo laceraba su columna a pesar de los recaudos tomados. El recuerdo hecho dolor en las entrañas. Era apenas una niña cuando se le había impuesto la noble tarea de masajear intensamente la baja espalda del padre. Se preguntaba por qué aquella tarea le había sido asignada sin derecho a negarse y ese olor nauseabundo del aceite Esmeralda penetraba en la habitación ahora a oscuras. Estática escuchó el silencio de la noche en una ciudad dormida y respiró los vahos del baño mientras su cuerpo desechaba los residuos de una noche de excesos.

No recordaba los sueños que la habían atormentado desde siempre. Prefería olvidar para vivir, rememorar para ocultar, omitir los lazos que inevitablemente la unían con un pasado renunciable. La niña que se escondía tras una mujer independiente, gestora de grandes sueños ajenos, había logrado trasmutar sus sentimientos en un manto de pareceres y posturas. Ser fuerte y no doblegarse. Tenacidad irrenunciable cual un predestinamiento destinado a revertir las adversidades pasadas. Profecía de un futuro en base a los dictámenes del trabajo. La presencia del padre espontánea, aparecía y daba señales violentas: su voz como un canturreo, de repente el terror de asociar su imagen con el amado, sus reflejos plateados marcando la cien y esa línea oscura sobre el labio. Su encanto y su furia desatada presente, actualizándose en el amor, en el sosiego, en la paz que se alteraba en cuanto intentaba desanudar los lazos del hechizo fantasmal.

Salió del baño, se vistió apresuradamente, haciendo el esfuerzo de no despertar a su amor, pretendiendo no despertar la descarga de ausencias invasivas, alejando con su indiferencia la imagen del ausente, luchando por evitar que se colara en el lecho nupcial y contaminara la paz conyugal.

         Pero como una fiera desatada se despertó transpirado. En lucha por poseerla batallaba lleno de una lujuria incestuosa que se respiraba en el ambiente, perdido por la fiebre del amor insatisfecho que se prolonga en días de recelo, reproches y desencantos. No lo pudo evitar y en la entrega aquél apareció, distante y tras reflejos perturbadores. Flashes incandescentes y su figura recortada sobre la oscuridad del cuarto hacían retumbar las palabras: “no serás feliz”, “libera tu culpa” “no busques aquello que no sabes dónde estará”, “permítete” … y el tono apelativo, dictatorial, sin posibilidad de pensar anuló la escapatoria. El ser cancelado en la orden del ser. ¿Ser quién? ¿Dónde la existencia podría ser una entidad descriptible si el origen no fue fundado? Despojada de sus ropas, se entregó reticente, con desconfianza y desapego. Invadida de sensaciones perturbadoras vio alrededor de la cama, observándola y esperando la confirmación de su presencia, cada uno de los rostros que exigían una respuesta complaciente: una hija fiel y atenta, una madre cariñosa y paciente, una maestra tolerante e innovadora, y ¿ella?. Rebelde se desprendió de sus disfraces, pegó un portazo, lo empujó y lo sacó violentamente de entre sus piernas para perderse insensible en un vacío carente de anhelos, vacío del deseo, ausente del placer.  

         La puerta del balcón la invitaba a asomarse, las voces instigaban al abandono, perderse en ese vacío y desplegar esas pequeñas alitas que lastimaban su baja espalda intentando abrirse paso a través de la carne. Si no hubiera sido por ese afán atroz de superarse aún nos acompañaría, dijeron.

 

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