“Hubo un tiempo que fue hermoso, y fui libre de verdad…” La
canción resonaba en mi memoria en loop. Eran tardes de perder el tiempo
eternamente, cantando canciones melancólicas a la salida del cole y filosofando
de la vida. La inseguridad actual no pertenecía al círculo de significación de
aquellos adolescentes que no tenían nada para ser robados, más que la fantasía.
Flasheábamos con castillos de cristal, con el amor romántico de necesitar
alguien “que me emparche un poco y que limpie mi cabeza..”
Por aquellos días en que las preocupaciones de la vida
ordinaria no eran motivo de desvelo, dos adolescentes en busca de un sueño,
recorrían las calles matanceras sin advertir las señales de una oscuridad
obsecuente que se ocultaba a cada paso. Alexis pasaba todos los días por la estación
San Justo sin reparar en el linyera que juntando unos cartones se había armado
su ranchito al costado de la garita del guadabarreras. Hacía más de una década
a metros de aquella estación un accidente provocó una tragedia inusitada. Pasó
el 620 con la barrera baja: el
guardabarrera, que se había quedado dormido, sólo reaccionó segundos antes de
impacto, cuando escuchó los silbatos desesperados del tren que no podía ya
frenar. El terrible choque había partido al colectivo por la mitad. Eran las 6
de la mañana, casi amaneciendo, 62 personas viajaban totalmente apretujadas en
el interno 336 de la línea 620, que venía por Provincias Unidas, desde Barrio
Independencia, en el kilómetro 29 de la Ruta 3. Murieron 48 personas. La
tragedia se la contó su mamá cuando era chico así que cada vez que Alexis cruza
la vía para ir a la escuela mira hacia ambos lados, tratando de anticipar el
sonido de la máquina tras los silos de la curva. También le contó que tras la
desgracia fue a la quiniela y le jugó al 336 y ganó el dinero con el que le
compró los muebles de su pieza. Ahora, adolescente, Alexis se acuesta pensando en
uno de los sobrevivientes, en aquel que iba colgado del 620 y se salvó, en
aquellos que iban a buscar trabajo a la fábrica “Jabón Federal”. Pensaba si iba
a conseguir laburo y de qué porque no sabía hacer nada y en el secundario no le
enseñaban nada.
El peligro no acechaba, no se escondía, no se figuraba en el pobre que
sin casa vivía en la plaza o en un futuro incierto. Si estaba presente era solo
en las decisiones que tomábamos a diario. La mitad del curso caminaba
tranquilamente por la "Plaza del periodista". Todos sabemos que la
plaza del periodista en realidad es llamada la plaza de los rateros. Nunca me
quedó claro si era por los amantes de lo ajeno o por los encuentros
multitudinarios de jóvenes huidizos de su actividad estudiantil. La cuestión es
que, en los días de sol brillante, aún hoy en día, se ven los grupos de
adolescentes que pueblan el campito contra las vías, siendo por un rato libres.
Era una actividad de lo más habitual
ratearse o ir a la salida del Nacional, a la placita para un partidito, chapar
con la chica de turno, hamacarnos como si fuéramos niños o tomarnos una birra
entre veinte y fumarse un cigarrillo, también compartido. Éramos grandes,
jugábamos a serlo mientras los juegos de la plaza nos recordaban un pasado
reciente que nunca más volvería a nuestras existencias. El
bosque añejo del lugar nos observaba, custodiando aquellos besos embelesados de
fantasías y empapados de saliva. Creíamos ser libres, aunque el peso de la
crianza patriarcal, la culpa cristiana y los mandatos morales nos persiguieran.
Sería producto de la pareidolia o de la culpa que producía
la rateada pero Jennifer no podía dejar de mirar las caras que desde el ombú y
el algarrobo la perseguían. Esa
mirada no se ocultaba a los deseos insatisfechos de los jóvenes que excitados y
ansiosos desviaban la vista intentando evitar el nerviosismo y la tensión que
provocaba la situación de lo prohibido. El punto era no pensar en lo que hacían
fuera de su casa, dejar que los eventos que tenían lugar en aquel recreo
transcurrieran como si supieran claramente lo que iban a hacer y las decisiones
que iban a tomar. La realidad es que nunca sabíamos hasta dónde íbamos a llegar
o qué es lo que pasaría y eso provocaba mucho vértigo. Plagado de temores e
inseguridades practicaban el encuentro de las bocas. Escapados de la responsabilidad y huyendo de
los deberes domésticos se entregaban al amor. El vigía adusto, bien plantado en
sus cincuentenarias ramas, oteaba disimuladamente, esperando que en algún
momento se portaran bien, que hicieran caso a las recomendaciones paternas.
Vivían la paranoia del que sabe que está haciendo algo que no debe: había que
ir al colegio, ¡no podían ratearse todos los días! Sin embargo, lo seguían
haciendo y transcurrían las tardes explorándose, hasta que sucedieron ciertas
anécdotas que lograron llamar la atención de nuestros jóvenes. Jennifer y
Alexis desconocían los prejuicios y se entregaban libertarios, a la mirada del
bosque. Jenny era una piba sencilla, tranquila e incrédula. Siempre pensando en
enamorarse y sin prejuicios. Trataba de romper el estereotipo de que el varón
debe tomar la iniciativa así que no tenía problema en redoblar la apuesta en la
seducción. Alexis por su parte no
buscaba sacar provecho de ninguna situación en el orden sexual pero en un mundo
donde el varón sólo quiere una cosa… ¡Castigados serían sus desmanes; ese
ritual precoz de andar probando el sabor de los labios, el baile de las lenguas
y la turgencia de los cuerpos vírgenes! Jenny sentía vociferar a su padre, como
desde el más allá cada vez que se encontraban. Fue
una tarde, cuando menos lo esperaban, que se desató una tormenta arrasadora. De
repente el cielo se hizo noche, el viento levantó polvareda, y la rama del
jacarandá se desplomó sobre los jóvenes amantes. Algo indicaba que no era
momento de continuar disfrutando de la compañía. En esa plaza maldita, signada
por la tragedia, pasaban cosas.
La naturaleza se revelaba ante la mirada atónita de los quinceañeros
que raudamente tomaron sus cosas y salieron corriendo buscando guarecerse. Los
unía, la atracción de una fuerza poderosa y desafiando todo designio del más
allá, al día siguiente volvieron al lugar para pasar el rato, conocerse,
explorarse, comprenderse y sentirse uno en los brazos protectores del otro, en
comunión. Quiso el destino que los encuentros estuvieran plagados de incidentes
más o menos llamativos. La naturaleza parecía complotarse en su contra. Otro
día estaban tomando mates, tirando miguitas a los pajaritos del lugar, cuando
comenzó a armarse un temporal desafortunado. El rugido feroz del cielo parecía
denunciar el encuentro de los chicos en un horario en el que deberían estar en
la escuela.
Violentados por la naturaleza huyeron, con tanta mala
suerte, que la lluvia los agarró a mitad de camino. Al llegar a sus casas
chorreando agua no podían explicar dónde habían estado aquella tarde, así que
el problema se presentó ante sus padres que desde siempre habían desaprobado el
encuentro íntimo. Tuvieron que soportar una vez más, los retos y
reclamos, "que portate bien, que tenés que ir a la escuela, que dejate de
pavadas, que estás castigado, que cuidate..."
Pasada la tormenta (la de la familia y la climática)
volvieron a su plaza favorita. Aquel día era de un sol brillante que rajaba la
tierra. Lamentablemente, al llegar al lugar se encontraron con una escena
macabra. Un carrero había dejado abandonado su caballo moribundo. El
espectáculo aterrador de la vida frente a la muerte se desnudaba en el alma
sensible de los chicos. El
equino enfermo estaba desplomado frente a sus ojos. Las moscas merodeaban el
cuerpo inerte que terminó muriendo frente al asedio de los canes famélicos del
barrio que lo rodearon, mordisquearon y rabiosos lograron perforar el cuero
para llegar a la piel. Las ratas ya habían ingresado en el cadáver para ir
royendo poco a poco las entrañas y al aproximarse salieron asustadas de las
tripas. Pasó una semana en que decidieron no encontrarse nunca más en aquel
paraje que tan malos recuerdos les dejaba. Esta vez tomarían el colectivo rumbo
a la placita de Casanova. Ni bien se sentaron, el 96 tomó una velocidad
peligrosa, inaudita para el transporte de pasajeros de corta distancia.
Un patrullero corría una carrera alocada con el colectivo.
Pretendía detenerlo colocándose delante. ¡No podían creer lo que se estaba
suscitando! Finalmente, la policía bajó a todos del
colectivo pidiendo su identificación y fue ahí que advirtieron en el móvil
policial: ¡POLICÍA LOCA! El ploteado de la camioneta de la policía había sido
graciosamente intervenido quitando la L final. ¡Esto era una señal pensaba
Jenny en su persecuta moral!
Tras quince días de encuentros accidentados resolvieron
dejar los paseos y de una vez por todas asistir a la escuela. Después de los
chistes sobre "los novios" y las preguntas de rigor sobre qué había
pasado que se habían ausentado, procuraron sentarse uno al lado del otro,
tratar de mantener aquella bella cercanía que tanto anhelaban y resignarse a
compartir a diario las clases. Solo el roce de las rodillas debajo de la mesa
los estremecía. Habían elegido sentarse en el último banco, lejos de la mirada
de los profesores que sin hacerse los distraídos reiteraban el pedido de
distancia.
-
Por favor chicos, sepárense,
no pueden estar haciendo cariño en el aula…
Desde
el último banco del aula del primer piso veían el horizonte. Esto de ir a la escuela
tenía sus encantos. Llegar a la mañana temprano para ver amanecer sobre el
campo cubierto por la escarcha era muy romántico. Los atardeceres no eran menos
encantadores, el sol poniéndose en el horizonte que se iba poblando de
cuadraditos, de sucuchos improvisados que peleaban un espacio propio, un
territorio, una vivienda, una vida. La parejita felíz no tenía en cuenta el
futuro que se mostraba desnudo frente a sus ojos. Jenny fantaseaba mirando el
paisaje por la ventana cuando quedó petrificada.
Sorprendente
fue el momento en que un Tiranosaurio Rex se presentó frente a la vista de
todos, asomando por la ventana, mientras la profesora de literatura invocaba el
microrrelato de Monterroso: “Y cuando despertó el dinosaurio todavía estaba
allí“
Créanlo o no allí estaba. Si la capacidad de ver caras por
todos lados era un don o una maldición para Jenny no podemos evaluarlo, pero el
monstruoso ser ahí estaba y todos los veían. La figura recortada del prehistórico animal se
hacía cada vez más cercana. Comenzó a
desplazarse acercándose de a ´poco al ventanal de la Escuela Secundaria N° 81
de Villa Scasso. Un espacioso campo se extendía frente a los fondos de la
escuela y la presencia de los eucaliptus era imponente. Las tomas crecían sobre
ese escenario bucólico desplegando variedad de materiales y colores: ranchos
hechos con cartones de tetrabrik engrampados a maderas de cajones de manzanas
constituía una de las construcciones más creativas de la supervivencia
matancera. Las antenas satelitales pendían como con alfileres de la esquinita
de todos los ranchitos. En el de paredes de bolsas de residuos negras apenas se
sostenía, rebelándose a los vientos y firme para el entretenimiento cotidiano
de la familia numerosa que allí habitaba. Con aquella escenografía como entorno,
la fantástica figura se desplazaba. El
alumnado no salía del estupor y temor que provocaba aquella figura fantasmagórica
y amenazante tras el vidrio.
Los rugidos se escuchaban cada vez más cerca y nuestros
púberes temblaban de miedo. Frente a los acontecimientos no tuvieron otra
opción que hacer frente a las afrentas del destino: entregarse a la tragedia o salir
a confrontar el monstruo que atemorizante se presentaba ante ellos.
-¿Qué es lo que pretendéis de nosotros criatura del
demonio? Lo enfrentó el joven altivamente.
-Una declaración de amor eterno. Rugió.
Alexis se dio cuenta en ese instante que sus preocupaciones
por la vida futura se habían desvanecido, que aquello que le hacía perder el
sueño pensando en su futuro como adulto no tenía mucho sentido, que todo se
reducía a aquel momento, al breve instante en que se le infló el pecho de
coraje y afrontó la situación en defensa del amor. La algarabía reinó en el
aula, no paraban las cargadas, los chistes y empujones.
-¡Que se besen! ¡Que se besen!
Jenny descubrió que el peligro a ser descubierta por sus
padres no tenía mucho sentido frente a lo terrible que tenía frente a sí. Más
miedo le tenía al monstruo que se revelaba frente a sus ojos, superado el
momento de la mano de Alexis a nada más podría temer. En todas las incursiones
pasadas habían sido advertidos de aquello a lo cual no pensaban renunciar.
Primorosamente nuestro héroe romántico tomó entre sus brazos a la doncella que
suspiró y se entregó al beso apasionado, suave y dulce de aquellos labios hasta
el momento poco explorados.
El curso completo estalló en risas, gritos de festejo
escandalosos que se esparcieron por todos los pasillos de la escuela mientras
las autoridades intentaban mantener la calma.
-¿Quién dijo que todo está perdido, amor?
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