Sangre
matancera.
Los sobresaltos lo
mantienen alerta. Escucha en la
oscuridad de la noche el repiqueteo de las gotas sobre la lona de la trinchera.
Logra escapar al frío, el barro y el olor rancio de la muerte recordando a sus
alumnos y los días de lluvia…
Llovía
torrencialmente. Tras saltar baldosas flojas y piedras asentadas para evitar
los charcos de “La Palito”, Doña Rita, la portera, los esperaba a todos con tortas
fritas. Las paredes de chapa de la escuela lo recibían. Había que sacarse las
bolsitas de residuos anudadas al tobillo y entrar en calor con un matecocido.
José llegó empapado y tiritando. Tenía 8 años y le encantaba pintar, escuchar
las historias patrióticas y los versos de Almafuerte, porque era un escritor
matancero que le gustaba lo mismo que a él. Un día hicieron pan y María, se
lució con sus conocimientos, ya que su familia trabajaba en la panadería de la
iglesia del barrio. Otra vez, Julio les contó sobre los querandíes, la
conquista española y los primeros pobladores matanceros. Terminaron escribiendo
historias acerca de Soychú y el Gualicho. Esa mañana de marzo, Julio aprovechó
el día de lluvia para hacer con José un mapa tamaño papel afiche de las Islas
Malvinas para usar de telón en la conmemoración del 10 de junio. Lo hicieron a
mano alzada, copiando por cuadrículas, detenidamente, el mapa que encontraron
en el manual Kapeluz Bonaerense. Cuando terminaron se sentaron sobre Malvina y
Soledad. El maestro le contó por qué las islas eran argentinas. Las abordaron… Como si fuera una alfombra mágica que los llevaría a un destino incierto, charlaron
sobre la patria. Aquella mañana fue la última jornada del maestro. Al salir de
la escuela, se bajó en Crovara y caminó las cuatro cuadras desde la parada del
cuartel de La Tablada a su casa. Como un presagio de tiempos ancestrales, decidió
a continuar la lucha contra los conquistadores.
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