lunes, 2 de enero de 2023

"Que en paz descanse"

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    Que en paz descanse.

-¡Pase, pase!

Pasillo al fondo. La oscuridad y frío de las baldosas setentosas. Afuera cuarenta grados y en ese departamento al fondo, la nocturnidad de los cementerios, la ausencia de vida. Un sol que resquebraja el cemento, deshilacha el asfalto y allí la invitación sepulcral de acceso a lo desconocido.

Manejó hasta el lugar apresuradamente, tratando de llegar a la tenebrosa cita. Sabía perfectamente con lo que se iba a encontrar, no por ello menos inquietante. La hora se hacía y justo en el momento de llegar, a doscientos metros… ¡la calle desaparece y empieza otra!  ¿Dónde continúa? ¿Qué pasó? ¡si venía bien! La gallega le dice " gire a la izquierda...gire a la izquierda. Vuelva a girar a la izquierda". Como en un cuento de nunca acabar las condiciones indicaban que no era un buen día para llegar. El calor no daba tregua y la boca reseca se acentuaba por la ansiedad de llegar a tiempo. Giró, giró y la puerta al infierno se abrió.

Había descendido del auto en medio de la mugre bolichera de un Ramos Mejía muerto durante el sábado a la tarde. Una suerte de desperdicio del paraíso de diversión y goce se desplegaba ruinoso sobre la vereda. La pila de bolsas, cartones, botellas y el olor agrio de los vómitos de una noche agitada se mezclaban con la sed angustiosa que le volvía. Encontró la altura: una puerta vieja rodeada de pastos en los que el tiempo acumulaba vapores de caños de escape, fluidos de noctámbulos irreverentes y apurados, el polvo de una ciudad en furia, la desidia de una urbanidad desencantada. Departamento cuatro y un portero eléctrico que no sonaba. Nadie respondía al timbre, ni se escuchaba el timbrazo, aunque del otro lado del vidrio sucio, esmerilado por las décadas, se asomaban dos metros tambaleantes, lentamente deslizándose, en un asomo de humanidad ausente.

-¿Al fondo?

-Sí.

Tímidamente, comenzó la marcha hasta la lamparita tenue que se asomaba al final del largo tránsito de criptas celosamente cerradas a las miradas morbosas. Una larga fila de PH se entregaban al transeúnte como invitando al curioso asomarse a lo prohibido. Caminó delante pausadamente, como queriendo no alejarse de su recepcionista que la seguía cuidadosamente intentando no rozar su cuerpo. Caminaba delante sin saber hacia dónde. Sentía la mirada sostenida sobre la nuca, la presencia de una amenaza detrás, sabía que el peligro acecha al final del túnel. Recordó la noticia: una joven mujer había salido de su casa a hacer un trámite y nunca más la habían vuelto a ver hasta dos semanas más tarde que apareció en un descampado del acceso oeste, degollada y violada. Le faltaba un molar superior izquierdo. Esto fue lo que permitió identificarla dado el grado de descomposición del cuerpo. Trató de no pensar en eso...

Llegó a la puerta que se abría iluminada y una corte de almas acongojadas se amuchaban en una pequeña sala de baldosas viejas, sillas de caño floreadas muy modernas para los ochenta, y una suerte de cuadritos grasosos que colgaban mustios de las paredes descoloridas. La cerámica renegrida era fácil de limpiar: cualquier salpicadura no se notaría en el desgaste natural por el paso de la vida. El Papa, vigía de la sala parsimoniosa, se asomaba a una puerta donde el café y el té parecían tener protagonismo. Nadie en la sala se movía: respiraban profundamente, exhalaban sin prejuicio, casi con fastidio, mientras el enlutado recepcionista despachaba los visitantes que curiosamente salían contentos y locuaces. En la pared, un cuadrito con miniaturas del instrumental del artífice anunciaba la fastidiosa tarea del dolor que vuelve a la vida. Una pinza seguramente hacía las delicias del ensombrecido portero. Unas cuantas espátulas, diferentes punzones con puntas disímiles y una suerte de palanca primitiva recordaba el precio de la felicidad de los huéspedes.  Una diminuta certificación que con pretensiones de título habilitaba el espacio para confiar en el celoso encorvado sepulturero. La foto de Piazzola sin vergüenza se acodaba a la par, como avalando dos artes disímiles.   La barba canosa, crecida de varios días y el peso de los años en una humanidad dudosa de dos metros, se asomó. Despachó su último servicio sangrante que te tomaba con ambas manos fauces laceradas. Se dispuso a atenderla.

Entró en el despacho, siempre seguida por el cálido aliento de la muerte en la nuca. Intercambiaron datos e información pertinente, y la invitó a tomar asiento en el sillón de las prácticas. Una aguja se metió directamente en el maxilar, un agudo dolor fue seguido de uno aún más intenso, la misma aguja clavada en el paladar. Una leve sensación de adormecimiento en la zona fue sorprendida por la el accionar de unas manos desnudas en la boca que tantearon la pieza intentando hacerle juego, provocando que aflojara tras una maniobra sencilla. No tuvo mucha suerte, así que procedió a palanquear con una de las puntas, de un lado, del otro. Ella sentía como se desgarraba una parte de sí, como el cuerpo ofrecía la resistencia necesaria para evitar la extracción. Sintió el crujir de los huesos y como le arrancaban un pedazo. La mandíbula se le aflojó y se desmayó.

Él retiró cuidadosamente la pieza, limpió con ternura las gotas de sangre que rodeaban la boca, el cuello y la comisura de los labios y casi prolijamente colocó el cuerpo en una bolsa que despachó hacia el camposanto. Final de la labor diaria.             

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