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Que en paz descanse.
-¡Pase, pase!
Pasillo al fondo. La oscuridad y frío de las baldosas setentosas. Afuera cuarenta grados y en ese departamento al fondo, la nocturnidad de los cementerios, la ausencia de vida. Un sol que resquebraja el cemento, deshilacha el asfalto y allí la invitación sepulcral de acceso a lo desconocido.
Manejó hasta el lugar apresuradamente, tratando de llegar a la tenebrosa cita. Sabía perfectamente con lo que se iba a encontrar, no por ello menos inquietante. La hora se hacía y justo en el momento de llegar, a doscientos metros… ¡la calle desaparece y empieza otra! ¿Dónde continúa? ¿Qué pasó? ¡si venía bien! La gallega le dice " gire a la izquierda...gire a la izquierda. Vuelva a girar a la izquierda". Como en un cuento de nunca acabar las condiciones indicaban que no era un buen día para llegar. El calor no daba tregua y la boca reseca se acentuaba por la ansiedad de llegar a tiempo. Giró, giró y la puerta al infierno se abrió.
Había descendido del auto en medio de la mugre bolichera de un Ramos
Mejía muerto durante el sábado a la tarde. Una suerte de desperdicio del
paraíso de diversión y goce se desplegaba ruinoso sobre la vereda. La pila de
bolsas, cartones, botellas y el olor agrio de los vómitos de una noche agitada
se mezclaban con la sed angustiosa que le volvía. Encontró la altura: una
puerta vieja rodeada de pastos en los que el tiempo acumulaba vapores de caños
de escape, fluidos de noctámbulos irreverentes y apurados, el polvo de una
ciudad en furia, la desidia de una urbanidad desencantada. Departamento cuatro
y un portero eléctrico que no sonaba. Nadie respondía al timbre, ni se escuchaba
el timbrazo, aunque del otro lado del vidrio sucio, esmerilado por las décadas,
se asomaban dos metros tambaleantes, lentamente deslizándose, en un asomo de
humanidad ausente.
-¿Al fondo?
-Sí.
Tímidamente, comenzó la marcha hasta la lamparita tenue que se asomaba al final del largo tránsito de criptas celosamente cerradas a las miradas morbosas. Una larga fila de PH se entregaban al transeúnte como invitando al curioso asomarse a lo prohibido. Caminó delante pausadamente, como queriendo no alejarse de su recepcionista que la seguía cuidadosamente intentando no rozar su cuerpo. Caminaba delante sin saber hacia dónde. Sentía la mirada sostenida sobre la nuca, la presencia de una amenaza detrás, sabía que el peligro acecha al final del túnel. Recordó la noticia: una joven mujer había salido de su casa a hacer un trámite y nunca más la habían vuelto a ver hasta dos semanas más tarde que apareció en un descampado del acceso oeste, degollada y violada. Le faltaba un molar superior izquierdo. Esto fue lo que permitió identificarla dado el grado de descomposición del cuerpo. Trató de no pensar en eso...
Llegó a la puerta que se abría iluminada y una corte de almas
acongojadas se amuchaban en una pequeña sala de baldosas viejas, sillas de caño
floreadas muy modernas para los ochenta, y una suerte de cuadritos grasosos que
colgaban mustios de las paredes descoloridas. La cerámica renegrida era fácil
de limpiar: cualquier salpicadura no se notaría en el desgaste natural por el
paso de la vida. El Papa, vigía de la sala parsimoniosa, se asomaba a una
puerta donde el café y el té parecían tener protagonismo. Nadie en la sala se
movía: respiraban profundamente, exhalaban sin prejuicio, casi con fastidio,
mientras el enlutado recepcionista despachaba los visitantes que curiosamente
salían contentos y locuaces. En la pared, un cuadrito con miniaturas del
instrumental del artífice anunciaba la fastidiosa tarea del dolor que vuelve a
la vida. Una pinza seguramente hacía las delicias del ensombrecido portero. Unas
cuantas espátulas, diferentes punzones con puntas disímiles y una suerte de
palanca primitiva recordaba el precio de la felicidad de los huéspedes. Una diminuta certificación que con
pretensiones de título habilitaba el espacio para confiar en el celoso
encorvado sepulturero. La foto de Piazzola sin vergüenza se acodaba a la par,
como avalando dos artes disímiles. La
barba canosa, crecida de varios días y el peso de los años en una humanidad
dudosa de dos metros, se asomó. Despachó su último servicio sangrante que te
tomaba con ambas manos fauces laceradas. Se dispuso a atenderla.
Entró en el despacho, siempre seguida por el cálido aliento de la muerte
en la nuca. Intercambiaron datos e información pertinente, y la invitó a tomar
asiento en el sillón de las prácticas. Una aguja se metió directamente en el
maxilar, un agudo dolor fue seguido de uno aún más intenso, la misma aguja
clavada en el paladar. Una leve sensación de adormecimiento en la zona fue
sorprendida por la el accionar de unas manos desnudas en la boca que tantearon
la pieza intentando hacerle juego, provocando que aflojara tras una maniobra
sencilla. No tuvo mucha suerte, así que procedió a palanquear con una de las
puntas, de un lado, del otro. Ella sentía como se desgarraba una parte de sí,
como el cuerpo ofrecía la resistencia necesaria para evitar la extracción.
Sintió el crujir de los huesos y como le arrancaban un pedazo. La mandíbula se
le aflojó y se desmayó.
Él retiró cuidadosamente la pieza, limpió con ternura las gotas de
sangre que rodeaban la boca, el cuello y la comisura de los labios y casi
prolijamente colocó el cuerpo en una bolsa que despachó hacia el camposanto.
Final de la labor diaria.
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