El dolor se hacía insoportable. Ya no podía tolerar el
mínimo contacto sexual. La plenitud de los cuerpos vivida hasta hacía poco, ese
amor que se concretaba bajo la dulzura del encuentro, el roce de las almas
entregadas, se había destruido. Lo sabía, hacía tiempo nada era igual. ¿Qué podría provocar semejante malestar, un
cerramiento total de la vulva, el estrechamiento de la vagina, la rigidez
corporal que se transmutaba al alma?
Visité a mi ginecólogo, no quedaba otra que consultar por
los síntomas. Haber logrado la cita ansiada fue resultado de toda una Odisea:
los turnos que se hacían eternos, meses que no disponía de turno: “aún no abrí
agenda, llamáme la semana próxima”, “el doctor atiende en estos horarios”.
Lograr coordinar un turno para el mes próximo y recibir una llamada el mismo
día avisando que “el doctor suspendió los turnos de la fecha. Te doy para el
mes próximo…” se transformó en una rutina.
Ver pasar los días, recrudecer el
malestar, asistir al suicidio de la pareja anegada de felicidad, sucumbida de
tristeza, ausente de la fiesta de estar juntos.
El día tan esperado llega para que el ginecólogo, varón
profesional en el cuidado de la matriz reproductiva de las mujeres, intervenga
y recomiende “trucos” para estimular la zona erógena, te mande una buscapina
para relajarte, el uso de la vaselina para lubricar y unos polvitos mágicos de
un precio sideral, (ya que nos los cubre la obra social) para higienizarte. Así
te envía a casa sin parecer escuchar tus síntomas, el hecho de estar con una
pareja estable y lavar a diario la ropa con jabón blanco (por insistentes
recomendaciones previas que poco hicieron al problema con el que me enfrentaba).
Pasa un mes más, el dolor se hace más agudo y es un cactus
laceroso el interior. El alma sufre de amor, el cuerpo también. Vuelta el
trámite ingenioso de sacar un turno para ver el especialista que esta vez
atisba a pensar en un análisis más profundo. Chistes que vuelven a repetirse en
el consultorio: “siempre hay formas de consolarse”, “vos sos muy joven, hay que
ponerle onda”. Hacer la aclaración pertinente de que tengo una pareja estable y
somos fieles para que una risita socarrona se cuele entre sus labios y deje
colgada la sospecha. El recorrido diagnóstico se torna interminable: abra las
piernas, relaje y un instrumento fálico te penetra para revolver las tripas y
ni siquiera advertir la falta de uno de los ovarios. El PAP está tercerizado en
la clínica, no lo hace mi ginecólogo que ya había introducido sus dedos para
auscultar la zona, así que vamos con la doctora encargada de esta práctica tan
rutinaria. Una tras otras las mujeres van pasando. Ella ni siquiera se toma un
respiro para decir #respire hondo”, introduce su espéculo y fin.
A la espera de los resultados vamos por el cultivo y
nuevamente …” abra las piernas”.
Resultado: clamidia. La inquietud y preocupación se hizo
presente y abrió las puertas de infierno. ¿Qué era esto y cómo lo habíamos
adquirido? La voz del profesional no quería delatar la traición: “ a no ser que
hayas compartido la ropa interior…” . El PAP daba señales de una lesión en el
cuello del útero, los diagnósticos no eran causa y consecuencia uno de otro.
Todo para que al cabo de un mes volver al querido Doc.
quien receta la medicación errónea. Confunde distraídamente clamidia con
candidiasis. ¡Clamando esta mi alma y mi cuerpo harto de los manoseos de las
prácticas médicas! ¡Vamos por los seis meses esperando se resuelva ese ardor
que no es cándido! La espera, la esperanza que dejes de clamar por amor y te
entregues cándida a los cuerpos…
Nuevamente “abra las piernas” y extraer tejido para ser
biopsiado. Esperar resultados. Ya había pasado un año de exposiciones,
desencuentros, dolores, esperanzas maltrechas. Hablar, discutir, indagar,
sospechar… la infidelidad amenazante se había hecho presente.
Volver a los dos meses para repetir el circuito y asistir a
nuevos abusos, de otro tipo, casí inconcebibles para una profesional que es una
mujer que a diario da respuesta a otra mujer.
- ¿Te hiciste el
análisis de HIV Y VDRL?
- No.
Pasaron cinco segundos en los cuales traté de asociar
ideas, pensando las consecuencias de lo que me estaba diciendo, intenté dejar
de lado los temores y afrontar lo impensado. Finalmente me pude rebelar para
decir:
- Tengo una pareja
estable, desde hace treinta años, y no he tenido otra relación y él tampoco.
- No hay forma de
adquirir clamidia si no es a través del contacto sexual. Lamento tener que ser
yo la que te lo diga. Yo no le miento a mis pacientes y estoy del lado de mis
pacientes así que te creo que no tuviste relaciones… entonces la tuvo él.
Me paré frenética, desesperada por salir del consultorio lo
antes posible, para dejar de escuchar aquello que no quería discutir con
aquella persona ajena al más sublime amor, aquella que seguramente desconoce la
paz de sentirse juntos. Me vio huir y me atajó.
-Bueno habrá que hablar nuevamente esta noche, le dije
intentando dejarla tranquila mientras pensaba: ¡no te creo, no es así, me
contagié tal vez en un baño!
Y mi vos tembló, el mentón se arrugó y tuve ganas de
llorar.
- ¡A mis pacientes les tengo que decir la verdad! ¡Si vos
supieras la cantidad de mujeres que pasan por acá todas enfermas y ninguno fue!
-Aaaa! Ya lo hablaron una vez. ¿Y él? ¿En el banquillo de
los acusados lo negaba?
Yo con el picaporte en la mano y el ademán de abrir la
puerta…
-La verdad que no quiero tener más esta charla doctora.
Ya estaba fuera del consultorio, se la ceremoniosa espera
de diez mujeres más en el pasillo prontas a recibir el reto por la higiene de
sus partes íntimas y el lavado de su ropa interior…
- Noo, ningún
banquillo, ni acusado porque no tenemos esa relación.
Cerré la puerta para decir esto, no sea cosa que las chicas
que esperaban se enteraran de la promiscuidad en ciernes que se debatía en el
consultorio.
- Y bueno, mirá ¿vos sos
docente? Una paciente mía, Mariana, que es Inspectora por esta zona se separó,
ahora está tranquila con sus nenes y tiene una buena relación con sus ex que ya
tiene un nene de dos años.
Y cuando dijo Mariana, Inspectora, la vi, la conozco. ¡Me
agarró una tristeza! ¡Y tuve una vergüenza! Sabía que mi historia sería contada
como la anécdota de la incrédula, de aquella que no había querido creer,
pensaba en cómo miraría a la cara a Mariana la próxima vez que me la cruzara.
Pensaba qué había pasado con aquél médico de la infancia que rectamente te
revisaba sin dar lugar a ningún tipo de conversación o confidencia. Recordé lo
recomendada que había sido esta doctora por otras mujeres. Intuí que tal vez su
palabra había representado la válvula de salvataje de muchas mujeres, la
determinación de sus existencias. Y juzgué: cómo una mujer podía sentirse más
mujer, podía sentirse solidaria y militante clamando su verdad, la justicia de
las cándidas.
Locuaz mudez
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