sábado, 18 de julio de 2020

Cándida clama. Locuaz mudez

El dolor se hacía insoportable. Ya no podía tolerar el mínimo contacto sexual. La plenitud de los cuerpos vivida hasta hacía poco, ese amor que se concretaba bajo la dulzura del encuentro, el roce de las almas entregadas, se había destruido. Lo sabía, hacía tiempo nada era igual.  ¿Qué podría provocar semejante malestar, un cerramiento total de la vulva, el estrechamiento de la vagina, la rigidez corporal que se transmutaba al alma?

Visité a mi ginecólogo, no quedaba otra que consultar por los síntomas. Haber logrado la cita ansiada fue resultado de toda una Odisea: los turnos que se hacían eternos, meses que no disponía de turno: “aún no abrí agenda, llamáme la semana próxima”, “el doctor atiende en estos horarios”. Lograr coordinar un turno para el mes próximo y recibir una llamada el mismo día avisando que “el doctor suspendió los turnos de la fecha. Te doy para el mes próximo…” se transformó en una rutina.   Ver pasar los días, recrudecer el malestar, asistir al suicidio de la pareja anegada de felicidad, sucumbida de tristeza, ausente de la fiesta de estar juntos.

El día tan esperado llega para que el ginecólogo, varón profesional en el cuidado de la matriz reproductiva de las mujeres, intervenga y recomiende “trucos” para estimular la zona erógena, te mande una buscapina para relajarte, el uso de la vaselina para lubricar y unos polvitos mágicos de un precio sideral, (ya que nos los cubre la obra social) para higienizarte. Así te envía a casa sin parecer escuchar tus síntomas, el hecho de estar con una pareja estable y lavar a diario la ropa con jabón blanco (por insistentes recomendaciones previas que poco hicieron al problema con el que me enfrentaba).

Pasa un mes más, el dolor se hace más agudo y es un cactus laceroso el interior. El alma sufre de amor, el cuerpo también. Vuelta el trámite ingenioso de sacar un turno para ver el especialista que esta vez atisba a pensar en un análisis más profundo. Chistes que vuelven a repetirse en el consultorio: “siempre hay formas de consolarse”, “vos sos muy joven, hay que ponerle onda”. Hacer la aclaración pertinente de que tengo una pareja estable y somos fieles para que una risita socarrona se cuele entre sus labios y deje colgada la sospecha. El recorrido diagnóstico se torna interminable: abra las piernas, relaje y un instrumento fálico te penetra para revolver las tripas y ni siquiera advertir la falta de uno de los ovarios. El PAP está tercerizado en la clínica, no lo hace mi ginecólogo que ya había introducido sus dedos para auscultar la zona, así que vamos con la doctora encargada de esta práctica tan rutinaria. Una tras otras las mujeres van pasando. Ella ni siquiera se toma un respiro para decir #respire hondo”, introduce su espéculo y fin.

A la espera de los resultados vamos por el cultivo y nuevamente …” abra las piernas”.

Resultado: clamidia. La inquietud y preocupación se hizo presente y abrió las puertas de infierno. ¿Qué era esto y cómo lo habíamos adquirido? La voz del profesional no quería delatar la traición: “ a no ser que hayas compartido la ropa interior…” . El PAP daba señales de una lesión en el cuello del útero, los diagnósticos no eran causa y consecuencia uno de otro.

Todo para que al cabo de un mes volver al querido Doc. quien receta la medicación errónea. Confunde distraídamente clamidia con candidiasis. ¡Clamando esta mi alma y mi cuerpo harto de los manoseos de las prácticas médicas! ¡Vamos por los seis meses esperando se resuelva ese ardor que no es cándido! La espera, la esperanza que dejes de clamar por amor y te entregues cándida a los cuerpos…

Nuevamente “abra las piernas” y extraer tejido para ser biopsiado. Esperar resultados. Ya había pasado un año de exposiciones, desencuentros, dolores, esperanzas maltrechas. Hablar, discutir, indagar, sospechar… la infidelidad amenazante se había hecho presente.

Volver a los dos meses para repetir el circuito y asistir a nuevos abusos, de otro tipo, casí inconcebibles para una profesional que es una mujer que a diario da respuesta a otra mujer.

- ¿Te hiciste el análisis de HIV Y VDRL?

- No.

Pasaron cinco segundos en los cuales traté de asociar ideas, pensando las consecuencias de lo que me estaba diciendo, intenté dejar de lado los temores y afrontar lo impensado. Finalmente me pude rebelar para decir:

- Tengo una pareja estable, desde hace treinta años, y no he tenido otra relación y él tampoco.

- No hay forma de adquirir clamidia si no es a través del contacto sexual. Lamento tener que ser yo la que te lo diga. Yo no le miento a mis pacientes y estoy del lado de mis pacientes así que te creo que no tuviste relaciones… entonces la tuvo él.

Me paré frenética, desesperada por salir del consultorio lo antes posible, para dejar de escuchar aquello que no quería discutir con aquella persona ajena al más sublime amor, aquella que seguramente desconoce la paz de sentirse juntos. Me vio huir y me atajó.

-Bueno habrá que hablar nuevamente esta noche, le dije intentando dejarla tranquila mientras pensaba: ¡no te creo, no es así, me contagié tal vez en un baño!

Y mi vos tembló, el mentón se arrugó y tuve ganas de llorar.

- ¡A mis pacientes les tengo que decir la verdad! ¡Si vos supieras la cantidad de mujeres que pasan por acá todas enfermas y ninguno fue!

-Aaaa! Ya lo hablaron una vez. ¿Y él? ¿En el banquillo de los acusados lo negaba?

Yo con el picaporte en la mano y el ademán de abrir la puerta…

-La verdad que no quiero tener más esta charla doctora.

Ya estaba fuera del consultorio, se la ceremoniosa espera de diez mujeres más en el pasillo prontas a recibir el reto por la higiene de sus partes íntimas y el lavado de su ropa interior…

- Noo, ningún banquillo, ni acusado porque no tenemos esa relación.

Cerré la puerta para decir esto, no sea cosa que las chicas que esperaban se enteraran de la promiscuidad en ciernes que se debatía en el consultorio.

- Y bueno, mirá ¿vos sos docente? Una paciente mía, Mariana, que es Inspectora por esta zona se separó, ahora está tranquila con sus nenes y tiene una buena relación con sus ex que ya tiene un nene de dos años.

Y cuando dijo Mariana, Inspectora, la vi, la conozco. ¡Me agarró una tristeza! ¡Y tuve una vergüenza! Sabía que mi historia sería contada como la anécdota de la incrédula, de aquella que no había querido creer, pensaba en cómo miraría a la cara a Mariana la próxima vez que me la cruzara. Pensaba qué había pasado con aquél médico de la infancia que rectamente te revisaba sin dar lugar a ningún tipo de conversación o confidencia. Recordé lo recomendada que había sido esta doctora por otras mujeres. Intuí que tal vez su palabra había representado la válvula de salvataje de muchas mujeres, la determinación de sus existencias. Y juzgué: cómo una mujer podía sentirse más mujer, podía sentirse solidaria y militante clamando su verdad, la justicia de las cándidas.

                                                   Locuaz mudez


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