viernes, 19 de enero de 2024

Cinefilia: Reseña literaria. MUERTE EN VENECIA.

 


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Italia

MUERTE EN VENECIA (1971)

 Luchino Visconti


En su halo, navegaba el río bajo un rojo atardecer. Al propio ocaso se entregaba esperanzado en encontrar la voz. Esperaba, que pasaran los días y aquellas musas inspiradoras con las cuales conquistó cierto reconocimiento y prestigio vuelvan a su vaga pluma, incierta de destino; contar lo que siente, lo que vive, sin avergonzarse ni pensar en que su imagen como artista encumbrado se vería manchada. Como los barquilleros, a la orden de la demanda, sale a la búsqueda de la experiencia. ¿Dónde lo llevarán? Esperaba animarse a ser sin tener que dar explicaciones ni exhibir títulos. Pase por acá, Sr.  El arte está lleno de mediocres y él uno más, por qué no habría de serlo si a diario juzgaba los trabajos de los otros, pero no podía alcanzarlos ni en calidad ni cantidad. No tenía mucho para decir, por eso andaba a la caza de vivencias. Las únicas que le llegaban no se animaba siquiera a reconocerlas para sí mismo. 

Censuraba todo sentir hacia aquella belleza pecaminosa que amenazaba por mar. Arribaba desde los puertos sirios, trayendo las pestilencias de lo exótico. Lo miraba desde lejos, evitando toda aproximación lastimera. Hubiera sido rechazado de pleno, acusado de estupro. 

La peste corroe el paradisiaco balneario y corroe las almas. Si tan cerca está la muerte… qué más da soltar el yugo de la moral para habilitar el deseo. Todos vamos a morir, están cayendo de a uno, tal vez te pierdas entre las pilas de basura de esta ciudad inmunda y necesites ayuda. Allí estaré yo, pequeño adonis, para rescatarte y rescatarme de la pila de mugre que ahoga mi existencia. Te miro… Lo mira, con lascivia y ternura. Con la perversión propia del hombre mayor que ya transitó los recovecos inusuales de la piel joven, con los pliegues arrugados del deseo malhabido. Lo mira con aquellos ojos vidriosos que no pueden brillar ni siquiera por amor; con la ternura añeja con desidia conseguida. Es la primera vez que desearía solventar la trivialidad adolescente con tal de acceder al fruto corrupto del cariño. Fantasea que aquellos rayos de luz que el mancebo proyecta se posen sobre su espíritu y lo inunden de juventud, gloria y nuevo reconocimiento. El hombre mayor sueña que renace bajo la luz de la esfinge, que aquello lo ilumina hasta la muerte. Se ilusiona con sus días de reposo en el geriátrico maloliente, donde terminará visitado por el joven que lo admira. 

En todos estos devaneos se dispersaba, bajo el acompañamiento del ruido de las olas y los niños corriendo entre las sombrillas. Aromas de la vida: el ácido penetrante de las  naranjas, las fresas pasadas por el calor y el siroco que presagiaba la propia muerte en la Venecia del artista. Aquel espacio de creación íntimo, fugaz y exclusivo donde a veces encontraba la palabra. Otras veces, la palabra estaba, pero faltaba el instrumento, el medium que le diera vida, el interpretador de emociones. La letra ha nacido muerta, darle vida es exponerla al sentido, darle significado, corromperla. 

Necesitaba salir de ese delirio que lo llevaba a pasarse las tardes mirando el toqueteo juguetón de los chiquillos sin poder encontrar una sola línea verdadera. Aquel ansiado equilibrio por el cual tanto se lo alababa, por su poder de síntesis y emoción, se había perdido frente a la pureza del deseo impuro de la vejez. Deseo de ser otro, sentir con la fuerza de los jóvenes y la conciencia de los años. La castidad es la fruta prohibida del pervertido y su esclavitud. 

Supuso que un antifaz carnavalesco lo pondría a la altura del juego infantil que se había dispuesto a concretar. Contrató un disfraz de la belleza para el rito que sabía próximo. Por escenografía, el estuario nauseabundo, un vestuario impoluto que se contraponía a las ratas que desfilaban en la puerta, su rostro de cartón pintado era la fantochada de la plenitud y su aspecto en general formaba parte del teatro de la vida a la cual se había entregado desde siempre. Una ficción intocable, paraíso del ser acomodado que no se deja tocar por la realidad. 

 Al borde de las olas cenagosas, respirando la pesadez del aire, se arrellanó en la reposera tijera, mientras la pintura burguesa se desteñía dentro del Lido y el barniz lozano que escondía sus miserias chorreaba. Las primeras y últimas líneas de la admirable tragedia pergeñada jamás se escribirían. Aparecieron bajo el sol del ocaso lastimoso y se diluyeron como la espuma barrosa, dejando veladuras de poesía. A contraluz, el David recortaba la muerte del día y daba marco a la muerte del artista.


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