Alfonso
y el nacimiento de la escritura
El rey faze un libro non por quel él
escriva con sus manos mas porque compone las razones d'él e las emienda et
yegua e endereça e muestra la manera de cómo se deven fazer, e desí
escrívelas qui él manda. Peró dezimos por esta razón que el rey faze el
libro.
Alfonso X el Sabio, General estoria
I, f. 216r.
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Sentados prolijamente un día apareció la profesora de Literatura. Radiante de luz con su cabellera rubia y su sonrisa plena. El pelotudo de Alfonso no dejaba de hacer chistes racistas e intentando demostrar todo el tiempo su “conocimiento del mundo”, detallando uno a uno los aeropuertos internacionales. Casi era un juego demostrativo de opulencia y obscenidad gesticulante, donde cada profesor que entraba lo ponía a prueba en el afán de ver si lograban hacerlo errar (aunque ni ellos mismos supieran la respuesta). Un efecto milagroso del poder, ser hijo de la jefa de preceptores. ¡Lo que puede significar ser parte de las instituciones desde adentro, desde el lugar de aquellos que disponen ¡“qué está bien, qué está mal y cuáles son las reglas del juego”!. Unas reglas descocidas y desacatadas por ella, quien entraba al mundo del burgués más recalcitrante.
Ella
que sí conocía el mundo porque con seis años
ya había recorrido la capital de punta a punta y todos los días. Desde
que era pequeña tomaba el colectivo que la dejaba a cuadras de su escuela
primaria, para llegar muchas veces empapada porque la lluvia la había agarrado
en medio del trayecto. Ella que con su guitarra al hombro (que medía tanto como
su estatura) se subía a la bici para ir a tomar sus clases y seguir
descubriendo la sexualidad, el encanto
malsano de los hombre mayores, o la cortesía galante del adolescente. Sí, con seis años podía definir lo que era un hombre de lo que era un mamarracho burgués
haciendo gala de su dinero y su mundo de cartografía para congraciarse y
conquistar simpatías.
Conocía
el mundo del trabajo, del olor a pegamento de zapatos impregnado en la piel, de
los guardapolvos azules manchados de café y Poxirran, de la ropa del barrendero
que se la quitaba instantáneamente apenas
cruzaba la puerta para no contaminar el ambiente familiar. Venía de la
escuela denostada, no del Normal, pontificador de los grandes valores
educativos de la sociedad. Venía del Nacional, aquel al cual había sido enviada
por falta de vacantes por aquellos que ahora amenazantes le advertían “mirá que
esto no el Nacional 13”. Ese fue el recibimiento cordial y afectuoso de la
Institución a la cual quería pertenecer por amor a la educación y las letras.
Sabía a qué se refería, a la camaradería de una cerveza compartida en la
esquina de la escuela, a las rateadas para filosofar sobre la vida, al sonido
de una guitarra entonando “Hubo un tiempo que fui joven, y fui libre de verdad,
guardaba todos mis sueños, en cajitas de cristal..”. Seguía guardando sueños,
seguía acrecentándolos por las noches. Con sus lecturas viajaba en globo en 80
días, vivía 1001 noches en Arabia y derrotaba molinos de viento que habían llegado
a sus manos en pequeñas dosis semanales. Fascículos bellamente ilustrados se iban amontonando y esperando
ansiosamente que viniera aquel que le sucedía para descubrir que resultaba de
la anécdota anterior. Un día, al finalizar las entregas semanales fueron
cocidos a mano, por ella, encuadernados
con cuerina y dos tomos pasaron a formar parte de la biblioteca que iba
creciendo.
Un
día llegó un vendedor que tocó a la puerta, desencantado ya de la venta
infructuosa. Tomó asiento y logró vender el Sopena de cinco tomos verdes
militar y letras doradas en el lomo y una Enciclopedia de animales llena
increíbles fotos arrebatas al mundo natural.
Y
cuando la profesora cruzó la puerta, sabía, lo presentía, que había hecho
contacto. Un universo conocido se puso en palabras, una consigna de escritura
tras la lectura del primer capítulo del Quijote que había que traer leído.
“Quiero que continúen la historia pero escribiendo a la manera de Miguel de
Cervantes Saavedra”. Escritura automática, inspiración, conocimiento
previo..salió naturalmente. El reconocimiento llegó validado de la mano de la
autoridad. Alfonso debió retorcerse de furia.
La
profesora logró rápidamente travestir el universo de máscaras malogradas. Tomó
las riendas del discurso y puso límites a las divas pervertidas de opulencia. Alfonso el Sabio, había quedado en evidencia y
de su mano sabía lo que nunca querría ser: aquel que no podía ponerse en el lugar del otro, ni
jugar la aventura de cambiar “el traje
del emperador” o pasar de rey a mendigo. Ella quería interpretar la
aventura del loco, del excluido, del que busca en los molinos de vientos
la lucha contra el sistema.
Locuaz Mudez
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