jueves, 14 de septiembre de 2023

Editores


 

¿Qué hacer con los falsos editores? En este mundo de la tecnología al alcance de la mano, muchos chapuceros, truhanes, fastidio del arte, se autoperciben EDITORES. Bajo tal ciencia pretenden ordenar el trabajo de escritura del artista de la palabra. Pero, así como hay falsos editores, hay falsos escritores. ¿Podríamos considerar serio un escritor que no maneja las reglas básicas de la ortografía ni siquiera maneja un corrector ortográfico en Word? ¡Ya sé lo que me van a achacar!, ¡que ando a la cacería de brujas de las faltas ortográficas, que soy una fundamentalista de la RAE! Nada más alejado de alguien que le encanta poner un solo signo de expresión en las frases. El tema es que, si pretendemos difundir nuestra palabra, mínimamente, debería poder leerse y no empezar a discernir en un poema si apareció un ara, (un altar, arar el campo) o si en realidad era la palabra hará. Tras la reiteración enfermiza en las 90 páginas de la falta de acentuación de pretéritos indefinidos, caemos en la cuenta de que el escritor y el editor no tenían activado el corrector ortográfico. Viéndolo en términos generales, muchos de estos audaces aprendices, van por la vida denostando la inteligencia artificial y el uso de las computadoras. Atribuyéndose la responsabilidad de cagarnos la vida, nos hacen leer porquerías y comprar bazofias: vamos siendo cada vez más pobres materialmente y espiritualmente. Quisiera defender la palabra de aquel que aun sin conocimientos gramaticales se presta a la aventura de contar y expresarse… ¡Para la corrección tenemos al equipo de correctores de la editorial!, ¿no?

   Volviendo al punto inicial… Qué se hace con esa caterva de entusiastas promotores de la palabra, que sostienen el ego desinflado de los pusilánimes escritores, acompañándolos en sus lecturas, elogiando sus frases, manifestándose orgullosos de tenerlos entre su sello editorial, pero que son incapaces de colocarle las tildes a los pasados; que cobran como servicio extra la corrección ortográfica y no les importa publicar bajo su encumbrado sello editorial así, como lo dejó el escritor novel; que no respetan las páginas de cortesía y arrancan colocando el numerito de la página en el primer folio en blanco del libro; que no tienen la mínima delicadeza de maquetar el libro y  no se les cae la cara de vergüenza al dejar un verso solo, suelto, en la página siguiente; que no unifican la separación entre versos y algunos quedan con dos puntos de distancia entre uno y otro, y otros, con uno y medio; que en un corto y pego desquiciante no borran el formato anterior y las palabras de la línea se ven extremadamente separadas entre sí porque se fuerza el justificado del párrafo; editores que insertan una imagen y queda torcida; que ni por asomo tienen la lucidez estética de realzar los contrastes de la ilustración para evitar parecer una fotocopia; editores que se molestan (aunque uno lo pague) por dos páginas a color; en fin, para que aburrir con cuestiones técnicas que ni ellos manejan.

   El colmo del editor, es aquel al cual se le pide encarecidamente que limite toda participación en el libro, (más que ser intermediario entre la imprenta y el creador) y él insiste en su afán libidinoso en arruinarlo todo. Toca con su varita mágica del desastre, nuestro detallado, calculado y precioso Word para justificar su invaluable oficio de intervenir donde nadie lo llamó. Durante semanas el taller literario debatió en cómo sería la tapa, para que caiga en manos del Sr. Editor y no respete siquiera el sector en el cual se ubicaba el título y subtítulo. Uno, desconocedor de los métiers propios de la imprenta, se flexibiliza y entiende que las medidas, la hoja, la maquinaria y vaya a saber qué mágicos entuertos hizo que lo que estaba dentro de la imagen pasara a ser … Ni adentro, ni afuera: mordiendo el límite, borrando todo lo que pueda llamarse simetría, equilibrio espacial, o estética. Una presentación disruptiva, digna de un diseñador gráfico surrealista. Detalle. Adentrándonos en el libro, que les recuerdo era un Word, factible de ser acomodado a efectos editoriales, de paginación y maquetado, ya en la primera hoja encontramos seis palabras: dos del título, cuatro del subtítulo y tres de las mismas mal escritas. ¡Si solo tenías que copiar y pegar! En nuestro cuidado Word la tipografía había sido seleccionada, los separadores insertados y el símbolo de la página diseñada y estos habían desaparecido. En el primer PDF destinado a la imprenta, todos los detalles que habían sido pensados fueron reemplazados. En cambio, aparecieron comillas donde no había, otros separadores, versos juntos cuando no correspondía, versos separados, sangrías que no existían. Tras seis intentos fallidos del perverso editor, aburridos y hartos de corregir lo que desde el principio debería haber sido la versión inicial, se le aprueba el maldito PDF. Se paga un tercio más de lo que valía el libro en su totalidad por la inclusión de dos páginas a color en papel ilustración.  Llama un poco la atención cómo se encareció el ejemplar por esta modificación, pero es algo que vale la pena, ya que jerarquiza el valor artístico de las obras plásticas allí presentadas. El Editor aclara que hubo que hacer muchas correcciones, claro, él desconocía que dichas correcciones fueron producto del hijo amado y protegido que se encarga de la maquetación. Uno intenta respetuosamente hacerle ver al Sr. que las seis versiones tuvieron errores provocados por su protegido. Conociendo la costumbre doméstica de ayudar a los primogénitos, es probable que tras una fresca malta burbujeante y el dulce aroma de las flores, el joven iniciado en la empresa familiar haya cometido algunas negligencias que arruinarán el prestigio del encumbrado editor. Se espera la entrega en el tiempo acordado con el responsable de la editorial, un señor de trayectoria impecable y se festeja el nacimiento de la obra.

   Llega el día soñado, el escritor batallador de adversidades, cansado de los vaivenes del diseño y con su alma entregada al noble propósito de regalar su palabra, sale al encuentro de la OBRA.  El reconocido editor maduro entrega los prolijos doscientos ejemplares tras el pago de lo que restaba, más un tercio del precio total por la incorporación de dos hojas en papel ilustración. El escritor lo hojea, lo huele, lo manosea, lo abraza como un niño recién nacido y raudamente los distribuye entre amigos y conocidos. El orgullo duró apenas unas horas, hasta que un preciado lector dio la fatídica noticia que anocheció la dicha. El índice, lo único que sí debe tener en cuenta un editor, casi el único motivo de su existencia, está desfasado. Ningún escrito corresponde con la página establecida en el mismo.  ¡Guillotina! ¡Guillotina! Se escuchó gritar al escritor por los pasillos de la feria del libro mientras perseguía amenazante a su editor estrella.

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