El sonido del despertador determinó el momento exacto en que debía
abandonar las sábanas para dejar atrás toda una noche de pesadillas elaboradas
cada quince días. Era una mañana más en que debía enfrentarme a la cara más
dura de esta realidad cuarentenada. El esperado bolsón de alimentos constituía
un factor determinante en la subsistencia de mis alumnos: los nenes que todas
las mañanas me saludaban con un beso, y se agarraban fuertemente mi cadera
dejando los restos de hollín de la quema del campo en el guardapolvo impecable de
la seño. Por estos días la distancia era la cura, el aislamiento la salvación y
cualquier interacción por mínima que fuera constituía una amenaza.
Desperté, por suerte sin tener las visiones pandémicas que me
habían atormentado toda la noche para pasar a sentir palpitaciones, el corazón
que latía a un ritmo desconocido frente al temor del encuentro, el orden en la
fila, cómo mantener la distancia social, cómo lograr que todos los bolsones
tuvieran la misma mercadería, cómo pensar en cómo harán las “chicas”, “sus
maestras” para llegar a semejante compromiso con la tarea asignada por ilusión
u omisión. La docencia argentina al frente de la catástrofe poniéndole el
cuerpo. ¿Tendrán el permiso de circulación? ¿podrán viajar, habrá colectivos,
lograrán cuidarse en el tránsito de sus hogares hasta González Catán?
Pesadillas figuradas, prevenidas, sopesadas, alimentadas de incertidumbre que me
dejaban respirar. Como Directora de la
escuela llevaba sobre mis hombros una responsabilidad indelegable, cuidar a
todos mis seres queridos: la familia, mis docentes, mis alumnos, mis padres. Agarré
el auto y salí a una calle relativamente vacía, vacía de vida, de proyectos, de
sueños, de trabajo. Muerte se respiraba en las esquinas. Patrullas amenazantes
y aún con mis cincuenta años el miedo latente a la cana sebsistía, a que te
paren y te hagan “bailar”, o te hagan sentir el poder que les da rodearte para
hacer las preguntas más obvias.
Agarré el barbijo. Días atrás mi esposo se había recibido de
diseñador exclusivo de barbijos personalizados. Había tenido que cortar un par
de remeras viejas, porque al ser de algodón las podríamos lavar; buscar un
tutorial sobre confección de barbijos, sacar la máquina de coser, probar y
darles unas puntadas extras en los bordes para no dejar que pase nada. En fin,
la protección recomendada para esa semana estaba lista. ¡Pero la semana pasada
entregué los bolsones sin barbijo! Habían pasado quince días desde aquella
oportunidad y no había sintomatología que advirtiera un probable Covid. Calzado
el barbijo sobre la nariz, anudado a la nuca, la maraña de pelo que me llegaba
a la cintura al rato se había transformado en un verdadero nudo imposible de
desarmar.
Tomé Ruta 3 y vi que aún el Hospital no estaba en pleno
funcionamiento. Un hospital que ya tenía varias inauguraciones, más que la de
los enfermos que a la fecha había recibido. Rezaba porque se pudiera contar con
camas en el caso de que las necesitara para mi, para mis alumnos que no tienen
obra social…. Eso esperaba, mientras escuchaba en la radio religiosamente a diario
la cantidad de muertes de la jornada.
Doblar en la ruta implicaba internarse en territorio violento. La basura
sobre el boulevard que divide la avenida infunde tristeza y desolación siempre.
Ahora, en tiempos de pandemia y viendo como riegan veredas en la capital, hacen
duchitas para autos en el ingreso a la capital, y allí dejan crecer la desidia,
la enfermedad de siempre, la ignorancia de los pobres y hacia el pobre.
Conurbano profundo dicen algunos… qué tan profundo puede ser un trayecto que
desde la General Paz a Calderón de la Barca le había llevado treinta minutos.
¡Tan profundo no es! Profundo es el olvido y la banalidad.
Mientras manejaba hacia la escuela me recrudecía el dolor en el
pecho, palpitaciones intensas advertían lo esperado, aquello que a pesar del
tiempo en que no había ido por el barrio de la escuela debido a la cuarentena
que no había cambiado. Al doblar la
esquina el escenario exagerado: los autos quemados, la pila de basura en la
vereda de la escuela, en la esquina, los pastizales quemándose y la pobreza
hecha cara en la fila de mujeres reclamando ayuda.
Bajé inmediatamente del auto. Ansiosamente busqué las listas de
entrega del bolsón y me puse rápidamente a organizar el armado y entrega. Las
listas constituían una herramienta más de la perversión que tiene enquistada a
la gente de los barrios vulnerables. Durante el año la población matancera en
general manda a sus hijos a la escuela pública que en su gran mayoría cuenta
con comedor escolar al cual acceden por la simple manifestación de requerir la
necesidad del mismo. Nunca el recurso que el estado distribuye a tales fines
abarca la matrícula total de la escuela. ¿Por qué habría de ser distinto en
épocas de pandemia? Cuestión que yo, la Directora, personaje en cuestión, tuvo
que determinar junto a su equipo docente, quiénes sería los beneficiarios de
las seiscientas bolsas de comida a distribuir entre los setecientos cincuenta
alumnos que tiene en la escuela. Yo… la Sra. Directora, que no podía lidiar con
el dolor diario de ver siempre las mismas problemáticas prácticamente
irresolutas, yo que a diario me golpeaba contra la burocracia administrativa e
intentaba dar de comer a 700 con raciones para 300 ahí estaba, definiendo la
vida de aquellos que más necesitaban.
Pensado, sopesado, reflexionado, debatido y decidido, bajé del
auto, lista en mano, barbijo colocado, chorreante la espalda de transpiración,
los lentes nublados por el barbijo, los pelos hechos un nudo, el alcohol que
llevaba de mi casa en las manos para ir distribuyendo y empezé a delegar las
tareas. ¿Te animás a notificar a los padres que se presentan? ¿Vos querés hacer
la entrega del bolsón? Una artimaña de estrategias ideadas para lograr que ciento
cincuenta personas no se quedaran sin su alimento. ¡Si a vos te discuten que no
están en la lista ponélos igual y después veremos cómo hacemos si nos falta
mercadería! ¡Nosotros no podemos medir el hambre de nadie!
El comedor de la escuela se transformó en las primeras entregas en
un supermercado donde cada persona pasaba con su changuito o bolsa y cargaba la
cantidad de mercadería que habían dispuesto las autoridades gubernamentales. La
gente seguía llegando y el aceite iba escaseando… ¡fatal error… no todas las
botellas tenían el mismo tamaño… nunca alcanzaría así! Las entregas siguientes
se controló con mayor detalle los productos y cuántos correspondían por cada
bolsón. La docencia argentina estaba poniendo en práctica sus conocimientos de
matemática, administración y logística. Había que recibir la mercadería,
controlar que se hubiera descargado desde 1.800 leches hasta 3.600 alfajores.
Luego determinar si eran todos los paquetes del mismo tamaño. Disponer un
circuito para mantener la distancia entre los trabajadores de la educación y
empezar a colocar o hacer colocar la mercadería en las bolsas tratando de ser
lo más ágiles posibles a efectos de terminar la tarea habiendo estado el menor
tiempo posible en el lugar expuestos a la colectividad. Trabajo en serie, cada
uno de los docentes pone un producto en la débil bolsa que tenemos para
embolsar, otros la trasladan con mucho cuidado de que no se rompa hasta la
puerta. Fuimos como colectivo docente con nuestra fortaleza cómo logramos
subsanar la falta de todo: barbijos, alcohol en gel, máscaras, etc. En una de
las entregas recibí unas máscaras, muy prácticas parecían, pero había que leer
un instructivo para armarlas, mientras la fila de padres crecía ansiosos de
llevarse lo que le habían prometido a ellos y aquellos a sus hijos.
Las mamás se agolpaban para ver estaban en el listado y el temor
al contagio no se olvidaba. Mantener la distancia implicaba correrse, decirle a
la señora que por favor mantenga la distancia. Al instante, presa de la
preocupación la madre se acercaba nuevamente para confirmar ella con sus
propios ojos que no estaba en el listado y que en esta oportunidad no podía
contar con la ayuda tan esperada.
El cordón de la vereda exudaba los cloacales de la cuadra, de
todas las casas que a falta de pozo ciego desechan todas las aguas hacia la
calle. Épocas en que el zanjón venía a resolver la falta de cloacas. La mamá de
Micaela contenta y agradecida porque hoy iba a poder hacer unos ñoquis y un bizcochuelo
para su familia intentó sortear el río de aguas servidas con tanta mala suerte
que la bolsa que el proveedor había dejado para el armado de bolsones se le
rompió y los huevos, la harina, el aceite, en fin, las bendiciones que tanto
nos había prodigado resultaron un mar de insultos procaces. ¡Venga señora,
lleve de vuelta!
Los cartones de desecho se apilaban en la puerta esperando a Don
Horacio que, con su carro tracción a sangre, la suya, los apilara para vender a
cincuenta centavos el kilo. ¿Cómo le pagarían un kilo si ya no sirve más la moneda
de cincuenta centésimos? Don Horacio logró cargar todo en varios viajes
logrando así su pequeño ingreso y nuestro mayor agradecimiento.
Un padre se presentó a retirar el bolsón para sus hijos. Al rato
una señora se presenta para retirar los bolsones de los mismos niños.
¡Ya se lo llevó el papá!
¡Ese hijo de puta, señorita… usted no sabe… ahora va y lo vende
para chupar… ni siquiera se lo lleva a sus hijos… no vive más con nosotros!
La pandemia recrudece y con ella las miserias, la pobreza, la
violencia. Finalizada la entrega miré a mis maestros, esos que allí estaban habían elegido ser docentes. Mientras manejaba pensaba en todo lo vivido.
“Ser docente” se
reconoce desde el primer juego simbólico, desde el primer día en que le
indicaste a tu compañera de juego cómo debía hacer las cosas, desde el día que
asumiste el mandato paterno y no quedó lugar a dudas; desde que te rebelaste
ante lo superfluo, ante la prolijidad y la paquetería del cuaderno, Rivadavia y
sus agujeros, tinta corrida por la ausencia del diestro. Ser docente desde que
supiste inmediatamente que lo importante y realmente valioso no estaba en lo
que los otros ven y valoran sino en lo que hay para decir, hacer, desde
adentro. Docente, te enseñaron a defenderte, a tener sentido de justicia y
orgullo, a enfrentar el juicio de tilingos advenedizos, a superar "lo
nuevo". Maestra, magnánima y sin rencores entiende todo, supera y espera
el tiempo. Maestra que en dos ruedas pedaleaste contra viento y tormentosos
días en la villa, derrotero. Maestra matancera, donde quedan tantos sueños,
tanta vida, tantos duelos. Docente
cuando decidiste regalar tu tiempo, lograr una sonrisa, salir a flote justo en
ese momento. Docente que busca por conventillos inciertos aquel analfabeto que
no da con el derecho. Maestra siempre, tras tantos caminos, que el desconcierto
abunda en lo que es verdadero. ¡Maestra se siente!
Se me escapó un
lagrimón y cuando llegué a casa pisé el felpudo
sanitizante con el barbijo empapado, la ropa pegada al cuerpo a pesar de los
tres grados que hizo a la mañana, rápidamente me desinfecté, me lavé las manos,
cara, fosas nasales, planché el barbijo, me saqué la ropa y me bañé y así
progresivamente volví a ser lo que no era.
Dolor del cuerpo, cargar
bolsones, dolor del alma que no se pasa…
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