lunes, 14 de diciembre de 2020

Zoe


 

ZOE. 

La profesora se presentó el primer día de clases y por suerte no tuvo la feliz ocurrencia de pasar lista. Estaba más interesada en conocer a sus alumnos, intercambiar opiniones sobre la materia, establecer el vínculo.  La clase estaba invadida por el griterío y las vociferaciones adolescentes. Entre el tumulto y la ansiedad, la dulzura de una voz luchaba por hacerse oír, buscaba afianzarse entre sus pares. La profesora la escuchó con atención, hizo callar las burlas y dio el espacio para que esa voz tímida pero decidida estallara.  Dio la palabra invitando a que Zoe expresara sus ideas frente al texto que venían trabajando. Sus observaciones inteligentes, articuladas y finamente expresadas, daban cuenta del esmero por elegir la palabra, de la amorosidad y cuidado que le prestaba a la expresión. 

¡Qué maravillosas eran las clases con su participación! Su nombre estaba signado por la vida que intentaba dar lucha a través de la fémina: preguntona, ocurrente, descarada y crítica, carraspeaba de vez en cuando para aclararse la voz. Su transitar tosco y su voz ronca lograba imponerse frente a las burlas que lograba desarticular luchando por vivir. La profesora la invitaba a dar su opinión, valorándola por sobre las demás. Aquella que desgarrando el griterío peleaba por un lugar en el aula día a día progresaba en sus estudios destacándose, diciendo a gritos ¡soy diferente porque me esfuerzo, porque me interesa estudiar, porque quiero hacer gala de esta diferencia. En su afán de destacarse, ocurrió en varias oportunidades que esta lucha por la palabra hacía que valorada en su expresión se tornara un monólogo. Zoe, apropiada del poder decir no dejaba lugar a nadie más. Se percibía en la clase un clima de tolerancia hipócrita. “Dejarla hablar”  era la consigna que el resto de la clase acataba cómodamente para no tener que comprometerse con el aprendizaje y seguir con el alma esclavos del celular. Esa tensión se transformó terminó en trompadas. No hubo forma de hacerla callar cuando uno de sus compañeros pasó de las risas solapadas y el comentario por lo bajo a un chiste de tono sexual que desencadenó una risotada interminable. Ella se levantó, erguida en su metro ochenta y se dirigió determinante hacia Lucas que no paraba de reír, desencajándole la mandíbula con un cross que nos dejó perplejos. Fue la profesora quien tuvo que separar a los litigantes, dar lugar al derecho, escuchar el reclamo y sostener con argumentos válidos que la convivencia es lo importante para un mundo más justo, que no somos todos iguales, tuvo que demostrar efectivamente en cuánto nos parecemos y en cuánto somos distintos por ser personas únicas. 

 

Llegaron los cierres de notas y ese sí fue el fatídico día en que la profesora, distraída del mundo, absorbida en su tarea, ajena a la realidad pasa lista y llega a Jorge Gómez.

– ¿Quién es Jorge?, ¡ay chicos, vamos tengo que cerrar notas! ¿Quién es Jorge?

-¡Profe, Jorge es Zoe!

La profesora descubrió que aún tenía mucho por aprender a pesar de sus palabras convenientes frente a los conflictos, que ella a pesar de seguir preocupada con el tema debía repasar, repensar y medir sus palabras frente a los hechos, qué debía estar mucho más atenta en el respeto a la diversidad porque una cosa es lo que decimos y otra lo que hacemos. 

La estupidez humana no tiene límites cuando el acto idiota, reiterativo y solemne de pasar lista se vuelve a repetir en el siguiente trimestre.

 

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