miércoles, 10 de agosto de 2022

Riacho proletario

 



Riacho proletario

La limpieza del riachuelo es estanco de los sueños,

El burgués de cara al río, el pobre de espaldas al tiempo.

 Fluye curso de emociones, bronca acumulada, el deseo:

De meter las patas y arañar con furia el pringoso agujero

Navegamos podredumbre, el potaje maloliente del trabajo,

el disfrute de los pobres, frescos humedales de fracasos.  

Violentado el espacio, ese bosque y ese río vulnerado …

tan próximo a los goces expropiados, aquel curso natural idealizado.

Riachuelo que emerges y te construyes, con el limo acumulado de los huesos,

Es tu margen de pañales y botellas, el resabio de la vida, la protesta

A un costado marginal del ser urbano, la mirada apartada matancera.  

De los campos conocidos por los Quilmes

un vestigio que recuerda solo queda,

ya no es la esencia que sería ¿quién podría conocerla?

solo la feroz embestida de la defensa.

¿Habría de ser tu materia, el desecho del sudor del obrero

el producto de su sangre hecha fábrica, los despojos de sus sueños,

los residuos del consumo que anhelas, desperdicios extranjeros?


Alma, siempre fuerte.


ROTARY INTERNACIONAL 


https://issuu.com/aniedition/docs/rotary_literario_/12




Hacía mucho tiempo que había dejado su casa materna, en el barrio de Caballito, para ir a vivir a Barrio Independencia, barrio ubicado justo en el medio del partido de la Matanza. Calles de tierra, negocios atestados de ropa y comida, y la sensación de que lo importante se debatía si tenías el estómago lleno.

Se levantó, se puso el jean que usaba todos los días y salió bajo la lluvia, evitando los charcos de barro descompuesto por la acumulación de muchos días de agua y la falta de recolección de residuos. Antes de partir, sacó la basura y por supuesto al pasar por la puerta del jardín comunitario dejó la bolsa encima de una pila nauseabunda de inmundicias. No hay otra forma de deshacerse de los desperdicios que no sea dejándolos en la puerta del jardín, por lo menos ahí sí hacen la recolección dos veces a la semana. Por la tarde, cuando vuelva para casa, seguro me encuentro los restos de la cena de anoche desperdigados por toda la vereda, pensó.

Es verdad, por la tarde, se encontraría a los perros hurgando las bolsas, destruyendo los vestigios de una abundancia inexistente. Se confundiría con los mismos perros que durante todo el día transitan puertas adentro la institución. Allí se quedan esperando que una rodaja de pan pintado con mermelada caiga al piso para iniciar una lucha del que más puede con otros de los canes lazarillos. Pasado el momento de la merienda, se quedan, se siguen quedando, instalados en el patio sorteando los “¡cucha, cucha!” de toda la escuela, o asistiendo al acto estratégico de sondear su olfato con algún pedazo de pan con pan, hacia la puerta.

El barrio melancólico, esperaba el abrigo del sol para salvar su miseria. Las tortillas eran un mimo en estos días. Todo aquel que saliera en la mañana, temprano hacia su trabajo, debía pasar inevitablemente delante de Mary quien desde las cinco estaba amasando y tratando de prender el fuego con unas ramas húmedas. El olorcito del paraíso con la grasa vacuna estimula cualquier paladar refinado. Recogió dos tortillas para compartir con sus compañeras docentes. Por la mañana mate por medio y risas desaforadas, por la tarde el tereré para despertarse un poco de la modorra.

Caminó unas seis cuadras hasta la parada del colectivo que la dejaba en la escuela de villa. Por suerte el sesenta por ciento extra que le pagaban por ir a trabajar a un lugar desfavorable le permitía darse el lujo de retomar sus placeres burgueses de sus años de ciudadana porteña. Pasó sus años de infancia concurriendo a la Escuela Normal nº 4 y sus vacaciones en Mardel en lo de la tía, así que no pensaba resignar jamás las vacaciones para su familia.

Extendió la mano, se mojó la manga del guardapolvo que con la chorrera del paraguas empezó a dejar de ser blanco; paró el bondi y subió distraídamente.  En el fondo de la unidad un par de ojos maliciosos la escrutaban, dos guachines, de gorrita vociferaban procaces. Trataban de llamar la atención del mundo, en un mundo que venía ahogando sus voces desde su nacimiento. Esa necesidad de hacerse oír no se podía reprimir con estereotipos de lo que significa “ubicarse”. El medio es público y la furia también.

 El paisaje de "La Palito" se sublevaba frente al Shopping y el hipermercado. Se bajó del 406 adentrándose en los pasillos del Barrio Almafuerte como si fuera un vecino más. La violencia concentrada en esas caritas quemadas por el carbón que calefacciona y sirve de cocina en los ranchos, se desata en ruidosos transitares por los pasillos de la escuela. Sus paredes de lata son la membrana que recibe los golpes rítmicos, los mismos golpes que cada uno de los niños recibió la noche anterior, antes de ir a dormir, por haberse quejado de que no había nada para comer.  El rugir de esos tambores furiosos quedaba grabado, anidado en los oídos, sin posibilidad de silencio, aunque le pidiera a sus hijos que no le hablaran por un ratito.

Abrió la puerta de la sala de maestros y las chicas contaban las vicisitudes de Susana y Tinelli. Ya era tarde y la reja de la escuela no se había abierto pero lo perros transitaban esperando la delicia matutina. Alma desprendió un trozo de tortilla, le dio un mordisco furioso como para adentrarse con ganas a lo que le deparaba el día y como al pasar vio el rojo brillante en la cara de su alumnita de primer grado. El grito desgarrador y los ladridos se conjugaron. El perro salió despavorido perseguido por la escoba furiosa de la portera. Jenny lloraba detrás de una cortina de sangre que le chorreaba la cara, los chicos gritaban, los grandes gritaban más, la Directora no estaba, las chicas dejaban el mate para asomarse a ver qué pasaba, el ruido, la mugre, el barro, las panzas vacías, los desperdicios y los perros, la miseria y la grasa… y ella fuerte, junto a los pobres, limpiando la cara destrozada de la pobreza.  

                                                                                                                                                             


domingo, 27 de febrero de 2022

Viaje al Sol.


                                                  


                                                                                      

          Se llama Sol, sí, como el sol del cielo. Cada vez que alguien le pregunta por su nombre él cuenta la anécdota de sus padres escritores, su mamá muy psicodélica que en los 70’ flasheó con el nombre. Por otro lado, el sol es masculino, así que no sé cuál es la sorpresa. Sol es mi sol, mi vida y quien ilumina mis días. Para mi es Solcito, y disputa con nuestra hija el puesto de los soles. Solcita y Solcito son los astros magnánimos en esta familia. Para el resto del mundo termina siendo también Solcito, aquel ser generoso de conocimiento, que ilumina todas las soluciones posibles para cualquier problema ordinario; el compañero incondicional; el padre amoroso; el hermano atento; el hijo cariñoso.

Esta historia comenzó hace 37 años, cuando teníamos 13. Habíamos entrado en la escuela secundaria, en el Nacional 13 de Liniers. El primer día de clase, con los nervios del primer día, perdí la llave con la cual ataba la bicicleta al poste de la garita del guardabarrera de la estación de Liniers. Tuve que llamar a mi viejo porque no sabía qué hacer ni qué colectivo tomar para regresar a casa o cómo llevarme la bicicleta que había quedado encadenada al poste. Encadenada a esa escuela de mierda a la que había ido a parar por no haber podido entrar en el Normal de San Justo, me sentía. Fuimos la primera camada en ingresar al secundario sin examen de ingreso. Alfonsín había decretado que para ingresar al secundario no hacía falta pasar ningún examen. Yo, que me había preparado todo el año con el Manual del ingresante, no tuve oportunidad, terminé en el sorteo y sin vacante en la escuela a la que quería ir y fui a parar a una lejos de mi casa. Tenía que tomar dos colectivos y eso representaba un gasto importante para las finanzas de mi familia. La ocurrencia de ir en bici llegó y duró sólo ese día fatal.

 Entré en la escuela con mucho temor, tratando de encontrar alguna cara conocida. Nadie que reconociera había en ese mar de adolescentes bulliciosos y veía a los de 5°año como “grandes”, muy lejos de poder compartir nada, ni siquiera la escuela. Era un hecho, yo no pertenecía allí. Incertidumbre, temor y un mundo nuevo se presentaba. No obstante, los reparos, enseguida trabé amistad con Débora, que había hecho su primaria en Mataderos, como yo. 1° 6° fue nuestro curso y cuando ese primer día vi esos números escritos no sabía cómo se leían… tardé un ratito en empezar a relacionar: primero-sexta.  Hay seis primeros y estamos en el sexto. Al pasar a segundo ya quedaban menos y pasamos a llamarnos 2° 3°.

Las clases comenzaron y trece materias aparecieron repentinamente con sus correspondientes profesores y trece libros que se alternaban en la semana. Sol apareció en mi vida en aquella entrega de Geografía y desapareció al segundo año. Trabajo práctico sobre los planetas, típico, hacer el sistema solar. Su habilidad con los materiales quedó plasmada en una maqueta que orgulloso presentó y por supuesto se sacó un 10. Inflado de vanidad pasó por al lado de mi banco y yo dije “este chico quiero para mí”.

Mi chico se sentaba en el último banco, allí donde estaban los repetidores, los charletas, la joda. Toda la fila de chicas hacía amistad con mi Sol, que tan puro era que su piel blanca y traslúcida llamaba la atención de la paraguaya con la que se sentaba. La muy turrita, que era más grande que nosotros, (toda una mujer de 15 años) le acariciaba el antebrazo y le decía “¡qué suavecito que sos!”. Él se dejaba manipular mientras ojeaban revistas porno y jugaban a la seducción. En el fondo se armaban las parejas, los chistes, los apodos y las rateadas. No pasaba la semana sin que un día nos rateáramos todos a la placita de Vélez.

Gallo, Vignículo, Báez, así nos llamábamos, por el apellido. Muchos años de democracia tuvieron que pasar para que se me pasara la manía de llamar a la gente por el apellido. Creo que la dictadura había dejado marcas indelebles en la sociedad en general y en particular en el ámbito escolar. Se contaba hasta 1985 había un protocolo de vestimenta para asistir al Nacional que constaba de medias azules a la rodilla y pollera para la chicas y camisa y corbata en los varones. Nada de esto existía ya pero sí cierta crítica vedada sobre el pelo largo. Por supuesto nadie se animaba a pedirle a un adolescente que se lo cortara, pero todos sabíamos que hasta hacía pocos años, los chicos debían esconder detrás del cuello de la camisa la melena. Un inconsciente modelado por prácticas castrenses había dejado sus resabios: tomar distancia, el trato de “señor” para marcar autoridad y a su vez retarnos al grito de ¡Señor!.

Gallo salía con Báez. Noviaban inocentemente, dándose unos besos y ensayando las peleas y los celos. A mí me gustaba Salomone. Era un chico estudioso, inteligente y relindo. Con sus oyuelos y sus ojitos para adentro, tenía el porte de un jugador de rugby. Bien formado para su edad no era enclenque como Solcito. Empezamos una amistad. Yo no sé si Solcito le dijo alguna vez a Salomone que me gustaba. Ese era el encargo “haceme pata con Salomone”. No sólo no me hizo pata sino que un mediodía, en el ingreso a la escuela, me pidió de sentarse conmigo. “¡Dale!” Nunca más en estos 37 años nos hemos dejado de sentar juntos. Juntos para todos lados.

Al día siguiente me preguntó ¿hoy te vas a sentar conmigo? Fue sospechoso… ¿por qué me preguntaba algo que era una rutina? Éramos amigos, nos sentábamos juntos, ¿por qué sería de otro modo? “¡Obvio boludo!”. No había dudas de que algo se traía entre manos y aquello despertó la curiosidad y las ganas de ser posesión de alguien, que alguien reclamara por mí.

Esa semana se organizó la salida del Día de la Primavera. Me pasaba a buscar un compañero que vivía cerca de casa. Ya me había dado cuenta de que aquellas demostraciones de atención conllevaban una intención, una tensión amorosa que yo deseaba se concretara pronto, con cualquiera. Al bajar del 28 en Ezeiza Sol no se me despegó en todo el día. Hablamos de lecturas, de hobbies, de música, de lo que había traído para comer. Aún recuerdo cómo me llamó la atención que existía un pan árabe y una empanada llamada fatay. Empezaba a conocer el mundo fuera de la tristeza de mi casa.

-No pude dormir en toda la noche.

¿Estaría nervioso por mí, por lo que estaba pasando en aquel instante en que no se despegaba de mi lado o por lo que estaría por pasar? ¿Qué estaba por pasar? Encontramos un árbol en el cual recostarnos y allí nos quedamos, charlando, mientras el resto de los compañeros daban vueltas por los bosques de Ezeiza, buscaban hacerse amigos de otros grupos, daban vueltas. No sé muy bien que hicieron todos, aquella tarde, pero sí sé que cuando me dijo de salir el sábado próximo de los nervios le dije, ¡le pido permiso a mi papá y le aviso a los chicos! ¡No entendía la propuesta… tan chiquitos éramos!

Tan sorprendida estaba con lo que acontecía que la gaseosa estalló dentro del bolso arruinando los casettes de Kiss que me había comprado con el ahorro de colarme en el colectivo todas las tardes. No me importó demasiado, la emoción superaba los accidentes. Vacié el bolso todo pegoteado de Crush y nos fuimos a los juegos. Un barco de lata que se balanceaba de un lado al otro, colgado de sus extremos y propulsado por el vaivén y la fuerza que imprimíamos a una polea. Era realmente un trabajo en equipo y de pareja. Llegaron años de continuar llevando el barco, haciendo la fuerza necesaria para moverlo sincronizadamente, en un hamacarse continuo…

Ambos éramos lectores inquietos, leíamos cualquier cosa que llegara a nuestras manos. Sol vivía en una casa invadida por libros de diferentes temáticas que nunca satisfacían su curiosidad, mientras que yo contaba con muchos ejemplares viejos, de hojas amarillas y quebradizas, llenos de polvo y ácaros que se iban comiendo las páginas. Aquella colección se había conformado gracias a las cosas que la gente tira para hacer lugar. Mi padre que trabajaba de recolector de residuos para la ciudad de Bs. As. solía ver cómo la gente sacaba a la vereda libros viejos para tirar, o para que se los llevara el cartonero como papel. Álvaro Yunque llegó a mis manos con trece años y una avidez por la lectura que compartíamos con Sol. Por aquellos años, las ferias de libros usados de Primera Junta y Parque Avellaneda eran la cita obligada para ir renovando las lecturas.  Crecimos, nos desencontramos y te busqué en cada libro. Tenía por costumbre escribir pequeñas esquelas en el margen de las hojas de los libros que luego vendía en esas ferias. “Sol, te amo… llamame. Vuelve, el deseo, aunque es tan corrupto que no se desnuda, no alcanza a denostar la muerte porque ella, próxima y ausente te remeda. ¿Dónde andarás regalando ese amor que ya tiene dueño? Sepultado te dejé, asolada, desvinculando el cielo del hades funesto que me espera por desear el cinismo que me acerca. Y todos vivimos en la soledad de nuestras almas que no encuentran su camino a la felicidad” Trataba de venderlo rápidamente, para que el vendedor no advirtiera el escarnio con el cual me había dedicado a hacer del libro usado el mensajero del dolor. Tenía la esperanza, casi la certeza que llegaría a tus manos de algún modo. ¿Cuántos lectores de Julio Verne podría haber?

El intercambio de libros de Verne duró todos los sábados al mediodía de un verano hasta que me aburrí de leer las extensas descripciones. Te buscaba visualmente en Liniers, Mataderos y Primera Junta. Te buscaba tanto que lograba encontrarme seres que parecían tener un rasgo, una mirada, un pedazo de tu alma robada … pensaba que tal vez aquellos eran un médium a través del cual mi amor se comunicaba conmigo. En una oportunidad conocí al poeta que tenía la misma caligrafía que Sol. Aquella mismísima con la que había grabado un regalo: el cuadrito de cuero que decía “Han pasado mil años y te sigo queriendo” Sólo habían pasado un par de meses, pero para aquellos adolescentes que éramos resultaba una eternidad. La misma mayúscula imprenta con la cual me había escrito una carta de despedida, citando a Ray Bradubury “Cuando no se puede tener la realidad, bastan los sueños”                                                                                                                

         

martes, 1 de febrero de 2022

"Desvanecida" Concurso GuKa 2021PRIMEROS PREMIOS MICRORELATO LITERATURA HIBRIDA



 


Desvanecida

Corrían los años en que los vuelos de la muerte eran parte de la memoria. Sol se asomó a la ventanilla inocentemente intentando ver el techo del mundo sobre aquellos copos blancos, etéreos. El sol se atisbaba entre las nubes y los rayos acariciaban el manto blanco que se extendía delante de sus primerizos ojos de tripulación de bautismo. Era su primer vuelo, el primer contacto con una sensación de los pies fuera del mundo terrenal, el cabal conocimiento de tener conciencia de estar flotando en salutación con los ángeles... si es que aquello era posible.

Su amado tras la emoción inicial del despegue dormía inquietamente, pero con una sonrisa sardónica que anticipaba el encuentro. Soñó con esa mirada tierna de aquellos ojos que lo vieron deslumbrante entre las tinieblas de la celda. Breves instantes fueron los que transcurrieron entre el alumbramiento y la presencia de una oscuridad atroz que lo acompañó toda la vida. Condenado a morir siempre se sintió a punto de estallar, ya no le quedaba fuerzas para sostener ese brillo inicial de la vida. Reflejos de matrices pasadas, cual flashes subrepticios del más allá lo atormentaban, hasta que una mañana habiendo cumplido la mayoría de edad, decidió poner fin a la sensación de estar desnaturalizado. Nunca sintió el apego, la ligazón y la pertenencia a sus padres, su hogar. Siempre con los pájaros volando, más allá de este mundo.  Los sueños de nieto recuperado se mezclaban con el sentimiento impreciso de temor que provoca estar tan lejos, a diez mil quilómetros de la realidad y tan cerca, allí donde quería encontrarse cuando la llama de Betelgeuse se apagara.

Un pestañeo fracturó el instante en que el astro se escondió detrás de una nube de polvo. Un copo de recuerdos, el alumbramiento y el rostro maternal oscureció de repente el cosmos.  Aquella, la desconocida, se asomó para marcar su presencia tras la “expulsión traumática”.

viernes, 7 de enero de 2022

"Tu reloj, nuestro tiempo"





 

"Juntos por las letras"



 

Novelarte. "Infante en la ciudad feliz"





Infante en la ciudad feliz

Locuaz mudez


Hiper Kitsch: Recuerdos que cambian de color segun el clima       http://www.scielo.br/img/revistas/hcsm/v22n4/0104-5970-hcsm-22-4-1467-gf07.jpg                        

Imagen 7 : Planta de la Colonia Marítima de Mar del Plata del Consejo Nacional de Educación (Gentileza arquitecto Juan José Garamendy, Universidad Nacional de Mar Del Plata, Mar del Plata)


Viéndolo bien, eran dos figuras lastimosas que se erigían ante un público de lo más popular. La presencia de ambos cautivaba la mirada de todos, cientos de miles pasaban a su lado haciendo una reverencia inevitable. El irresistible encanto indeclinable de posar, de tener el registro de la escena frente a la escalinata, para recuerdo de múltiples generaciones que por allí pasaban. Cientos de fotografías idénticas: los bolsos en la mano y detrás las figuras cementicias implorantes. Toda una estirpe mamífera apilada en el puerto se sigue revolcando anhelando una salida al mar, presos del enclave del hombre, parecen sufrir del síndrome de Estocolmo. ¿Por qué siguen allí en vínculo con los turistas y sus camaritas cazadoras de alaridos? ¿qué los retiene en aquel puerto infame, pobre y triste? Toda aquella hidalguía del monumento se degrada nauseabunda en el playón de cemento. El símbolo de la ciudad feliz, los lobos marinos, custodian una alegría discutible, que aquella niña descubriría tras la tragedia de su infancia asesinada. 

Todavía añoro la primera vez que sostuve la Kodak Polaroid delante de la cara. Era una chiquita inquieta que maravillada sacaba fotos carísimas, teniendo en sus manos un adelanto increíble de la tecnología. Podía guardar el instante mismo, que se revelaba frente unos ojos incrédulos. Esos diez segundos de espera se aletargaban mientras los reflejos tornasolados de la imprimación iban mostrando los indicios de la verdad que se revelaba -creíamos en aquella época- instantáneamente. Ya no había posibilidad de volver el tiempo atrás. Ese recorte de vida no podía modificarse, ni repetirse y había quedado plasmado en la placa plástica. Sus bordes blancos achicaban el marco de vida expuesto haciendo perceptible el fuera de campo, lo silenciado, lejos de la vista. Y allí estaba, siendo aquella pequeña que disfrutaba de las vacaciones en soledad con su cámara a estrenar, que usaría una sola vez. 

La habían mandado de vacaciones a tierras lejanas. La madre no quería que fuera, pero íntimamente, en su ausencia, trataría de arreglar las cosas con el padre. Un día llegó a la escuela una noticia que conmocionó a todos: se elegiría un alumno por grado para ir de vacaciones gratis. Estaba en segundo grado, ya sabía leer y escribir. Había intentado sumergirse en la lectura de “Mujercitas” sin éxito. Las palabras tenían un significado oculto, algo decían que no lograba comprender, algo que tendría que ver con la experiencia de ser mujer, muy lejana para una nena de ocho años. El misterioso peligro de ser mujer siempre es sexual. 

 Había que anotarse. Todos estaban entusiasmados y querían ser elegidos. Había que llevar la notificación a los padres y en el caso de estar de acuerdo debían cumplimentar los requisitos. Con ocho años la posibilidad de pasar 28 días en un lugar alejada de sus padres resultaba una aventura desafiante. Salió electa con la sorpresa de que ninguna de sus compañeritas siquiera se habían inscripto. Sola, se embarcó en la incertidumbre. El temor se apoderó de sus escasos años cuando empezó a preguntarles a todas sus amigas quién iría con ella y resultó que ninguna se había inscripto. Pasando los controles médicos de chequeo general y vacuna antitetánica mediante, se firmaba una autorización en la cual el padre delegaba el cuidado de la menor al Ministerio de Educación.  El estado benefactor le había concedido el privilegio de alojarse en un internado de verano y apartarse durante casi un mes de su familia para conocer el mar. 

Hacia allí salió desde Retiro, con mucho miedo y mucho frío, con una bolsa de caramelos de dulce de leche que apenas desembarcó en el pabellón fueron confiscados en una bolsa de hule en la cual le hicieron guardar todas sus pertenencias. Intentó esconderlos debajo del colchón tal como la había instruido una reclusa más avezada, pero a las pocas horas la celadora, perspicaz, levantó los enseres y descubrió el engaño. Tras desposeerla de todo vestigio personal, pasó a ser un número, un número de cama, pabellón, unidad

Nos entregaron dos mudas de ropa, que consistían en un shorcito de tela grafa azul y una remera con ilustraciones vacacionales: valijitas, banderas del mundo, palos de hockey, solcitos… la malla roja no me entraba. Era una niña más desarrollada que lo habitual así que debía conformarme con meterme al mar en remera y short. 

 Casi no recuerdo meterme al mar…tras largas sesiones de gimnasia en la playa, severamente controlados, se nos permitía ir al borde del agua. Nunca pude nadar, pero si recuerdo el rayo de sol quemándome, lacerándome la piel como un láser y la fiebre que tenía por las noches, tras esas largas jornadas de exposición. 

Temprano a la mañana nos despertaban para desayunar. Siempre el miedo de no llegar, había que hacer la cama, pasar por el baño, lavarse la cara, cepillarse los dientes y el miedo de no llegar. Las cosas que te harían en los baños si no te portabas bien. 20:30 hs.  se apagaban las luces para dormir y así debías hacerlo. Mi cara asomaba lo mínimo necesario para respirar por encima de la colcha de lana azul a cuadros que tapizaba las doscientas cuchetas del pabellón. Aquellas que no durmieran las enviaban al baño tras una ola de gritos condenatorios y golpes a en los caños metálicos de las camas. Se escuchaban gritos de tortura. A la mañana siguiente no se sabía nada de aquellas. Los días transcurrían entre las clases de educación física, las mañanas en el agua congelada del mar, y los juegos de payana en el patio central. Se contaban muchas historias truculentas entre las chicas del grupo que rondaba entre los 8 y los 12 años. Muchas de ellas ya habían transitado obligados caminos hacia una sexualidad precoz. Muchas conocíamos el abuso, el manoseo de los viejos lascivos en el colectivo, la galantería malsana de los perversos. Historias de violaciones circulaban como cuentos de terror entre las chicas. Las mayores nos advertían que cuando te mandaban a las duchas porque no te dormías, allí te entregaban a los hombres que te tocaban. Los patios dividían los pabellones de varones y mujeres. Jamás vi un varón en el complejo, ni siquiera en el tren, pero si los cruzábamos en el comedor. Mi única amiga por aquellos días, tenía un hermano al que no vio en toda su estadía. Sentadas en el comedor no se podía hablar así que había aprendido rápidamente el alfabeto para sordo-mudos. Podía comunicarme a la distancia, separadas por largas mesas de tablones nos reíamos en silencio u organizábamos salir juntas del comedor. 

Fue una tarde, cerca de la finalización del período vacacional soñado, que nos llevaron al centro y los encontré. Nos permitieron agarrar de la bolsa de hule algo de dinero que nuestros padres nos habían dado para comprar un souvenir y la Polaroid.  Como en una pesadilla del más allá sentí la libertad tan preciada: solamente escapar a la colonia, ver el mundo de los niños normales, que pasaban sus vacaciones con sus padres y no un rebaño de niños vestidos todos iguales, yendo en manada hacia todos lados, atendiendo las indicaciones y teniendo miedo.  La fotografía icónica quedó plasmada y la Kodak nunca más funcionó. Se trabó apenas escupió los lobos marinos custodiando el firmamento. No hubo oportunidad de volver a probarla porque la celadora ya se había apropiado de la cámara. 

Llegué a verlos, incólumes, vigilantes y erectos, desplegando una vitalidad anhelante, la fuerza de unos seres estoicos. Esa imagen me acompañó el resto de la jornada y opera en mí como un falo, como un mantra simbólico del recuerdo.  En el bolsillo la materialidad plástica de los lobos que cambiaban de color irradiaba temperatura. Un talismán azulado que se presentó a mi vista como esperando que alguien reparara en su singularidad.  Los niños, pasaban de largo, buscaban lo novedoso, las golosinas, el collar de caracoles para la mamá. Una fuerza irresistible me atrajo, gasté unas pocas monedas en el amuleto que cambiaba y me aferré a punto tal que el acrílico se me clavaba en las yemas. La imagen congelada de la polaroid daba vueltas en el bolsillo de la campera de algodón azul mientras la figura tridimensional parecía cobrar vida. Hacían fuerza por sub-venir, materializar la imagen con una energía primitiva. 

Aquella noche fatídica se hicieron presentes. Nada resultó igual en la última semana del retiro espiritual. La fotografía se había corrompido: cuando fui a esconderla debajo del colchón advertí que el azul del cielo prístino que enmarcaba los dos titanes se había teñido de bermellón.  Esa noche, un grito alteró el tránsito hacia el sueño. Una vez más, alguien salió castigada hacia las duchas. Los gritos se volvieron a escuchar, pero esta vez no era la voz infantil que rogaba clemencia, era un alarido siniestro el que provenía desde el fondo del oscuro pabellón. Al final de la hilera de cuchetas dormía la celadora de turno. Tras el escándalo, que duró bastante sin que ninguna de las niñas se animara a asomarse fuera de las sábanas, aparecieron sus compañeras. Entre exclamaciones de asombro y horror podíamos imaginar la escena sangrienta. Esas duchas fueron clausuradas, en lenguaje de señas la niña castigada nos contó que en la oscuridad vio una sombra grotesca que se desplazaba lentamente.  Una masa uniforme se arrastraba hacia los baños. Dos mastodontes peludos y furiosos atacaron a la celadora, dejándola descuartizada sobre el mármol blanco.  No pudo ver más, sólo unas sombras gigantescas, oscuras y el grito grave, profundo de la presencia mezclado con los alaridos de la carcelera. 

A los pocos días volvimos a nuestros hogares. La noticia del asesinato de la celadora salió en Telenueve pero nunca descubrieron qué había pasado. El tren frenó en el andén, bajamos y ahí nomás esperaba que nadie hubiera ido a buscarme. Alivio fue la sensación de sentirse querido cuando un abrazo inesperado me dejó sin aliento. A partir de ese día la separación siempre tiene por excusa volver a ese abrazo que dice todo, sin palabras. Como en lenguaje de señas, apretujado por el otro que renueva la confianza. Así de inseparable estaba en mi mano el pequeño tótem de plástico insulso. Recuerdo palpitante del terror de una cárcel de la infancia. No podía dejar de asirte a punto tal de que se me acalambraba el puño. Necesitaba sentir el calor, la fuerza que transmitía en rigor, esos hocicos amenazantes al cielo. Ambos, simétricos desafiando los designios de una verdad incuestionable: el mundo era un sitio atroz. 


                                                                        Locuaz mudez




 

Textos por la diversidad






 

Poesía habitada














 

martes, 21 de diciembre de 2021

Rutas literarias 2021. "Estado in move"




¡Estado in move!


Musculada muevo el mundo.

Mascullando frustraciones del deseo

esta carne en acción ruge mácula
de los años trasnochados; soy tu dueño. 

En el vuelo libertario los destinos 

fuerzan y definen esperanzas, toman cuerpo.

Emociones. Otras vidas en el arte se iluminan. 

En la imagen, los colores son el sueño.

La fémina revienta el espacio, respira, 

Arrasa distancias, se lanza al vacío, despliega materia,

 Y en el éter se encuentra sorora, amiga o ajena. 

Masculinidades añoradas, hecha sangre 

el alma veda el recuerdo.
Fantasías de las noches, corporeidades…

el etéreo estertor al infinito. 

 la pasión busca el cielo.

     Desata voluntades queste organum

   la existencia intrigante del adentro.

    La figura recortada que duplica 

      y la masa que se impulsa grita ¡siento!

Esas sombras se rebelan en belleza

  ansían estallar orgásmicas, plenas.

 Temblorosas estas tripas reparan

     La felicidad de estar vivas, el anhelo.


























Rutas literarias 2021 

domingo, 31 de octubre de 2021

"Amor en La Matanza"

Amor en La Matanza 



“Hubo un tiempo que fue hermoso, y fui libre de verdad…” La canción resonaba en mi memoria en loop. Eran tardes de perder el tiempo eternamente, cantando canciones melancólicas a la salida del cole y filosofando de la vida. La inseguridad actual no pertenecía al círculo de significación de aquellos adolescentes que no tenían nada para ser robados, más que la fantasía. Flasheábamos con castillos de cristal, con el amor romántico de necesitar alguien “que me emparche un poco y que limpie mi cabeza..”

Por aquellos días en que las preocupaciones de la vida ordinaria no eran motivo de desvelo, dos adolescentes en busca de un sueño, recorrían las calles matanceras sin advertir las señales de una oscuridad obsecuente que se ocultaba a cada paso. Alexis pasaba todos los días por la estación San Justo sin reparar en el linyera que juntando unos cartones se había armado su ranchito al costado de la garita del guadabarreras. Hacía más de una década a metros de aquella estación un accidente provocó una tragedia inusitada. Pasó el 620 con la barrera baja:  el guardabarrera, que se había quedado dormido, sólo reaccionó segundos antes de impacto, cuando escuchó los silbatos desesperados del tren que no podía ya frenar. El terrible choque había partido al colectivo por la mitad. Eran las 6 de la mañana, casi amaneciendo, 62 personas viajaban totalmente apretujadas en el interno 336 de la línea 620, que venía por Provincias Unidas, desde Barrio Independencia, en el kilómetro 29 de la Ruta 3. Murieron 48 personas. La tragedia se la contó su mamá cuando era chico así que cada vez que Alexis cruza la vía para ir a la escuela mira hacia ambos lados, tratando de anticipar el sonido de la máquina tras los silos de la curva. También le contó que tras la desgracia fue a la quiniela y le jugó al 336 y ganó el dinero con el que le compró los muebles de su pieza. Ahora, adolescente, Alexis se acuesta pensando en uno de los sobrevivientes, en aquel que iba colgado del 620 y se salvó, en aquellos que iban a buscar trabajo a la fábrica “Jabón Federal”. Pensaba si iba a conseguir laburo y de qué porque no sabía hacer nada y en el secundario no le enseñaban nada.

El peligro no acechaba, no se escondía, no se figuraba en el pobre que sin casa vivía en la plaza o en un futuro incierto. Si estaba presente era solo en las decisiones que tomábamos a diario.  La mitad del curso caminaba tranquilamente por la "Plaza del periodista". Todos sabemos que la plaza del periodista en realidad es llamada la plaza de los rateros. Nunca me quedó claro si era por los amantes de lo ajeno o por los encuentros multitudinarios de jóvenes huidizos de su actividad estudiantil. La cuestión es que, en los días de sol brillante, aún hoy en día, se ven los grupos de adolescentes que pueblan el campito contra las vías, siendo por un rato libres.  Era una actividad de lo más habitual ratearse o ir a la salida del Nacional, a la placita para un partidito, chapar con la chica de turno, hamacarnos como si fuéramos niños o tomarnos una birra entre veinte y fumarse un cigarrillo, también compartido. Éramos grandes, jugábamos a serlo mientras los juegos de la plaza nos recordaban un pasado reciente que nunca más volvería a nuestras existencias. El bosque añejo del lugar nos observaba, custodiando aquellos besos embelesados de fantasías y empapados de saliva. Creíamos ser libres, aunque el peso de la crianza patriarcal, la culpa cristiana y los mandatos morales nos persiguieran.

Sería producto de la pareidolia o de la culpa que producía la rateada pero Jennifer no podía dejar de mirar las caras que desde el ombú y el algarrobo la perseguían.   Esa mirada no se ocultaba a los deseos insatisfechos de los jóvenes que excitados y ansiosos desviaban la vista intentando evitar el nerviosismo y la tensión que provocaba la situación de lo prohibido. El punto era no pensar en lo que hacían fuera de su casa, dejar que los eventos que tenían lugar en aquel recreo transcurrieran como si supieran claramente lo que iban a hacer y las decisiones que iban a tomar. La realidad es que nunca sabíamos hasta dónde íbamos a llegar o qué es lo que pasaría y eso provocaba mucho vértigo. Plagado de temores e inseguridades practicaban el encuentro de las bocas.  Escapados de la responsabilidad y huyendo de los deberes domésticos se entregaban al amor. El vigía adusto, bien plantado en sus cincuentenarias ramas, oteaba disimuladamente, esperando que en algún momento se portaran bien, que hicieran caso a las recomendaciones paternas. Vivían la paranoia del que sabe que está haciendo algo que no debe: había que ir al colegio, ¡no podían ratearse todos los días! Sin embargo, lo seguían haciendo y transcurrían las tardes explorándose, hasta que sucedieron ciertas anécdotas que lograron llamar la atención de nuestros jóvenes. Jennifer y Alexis desconocían los prejuicios y se entregaban libertarios, a la mirada del bosque. Jenny era una piba sencilla, tranquila e incrédula. Siempre pensando en enamorarse y sin prejuicios. Trataba de romper el estereotipo de que el varón debe tomar la iniciativa así que no tenía problema en redoblar la apuesta en la seducción.  Alexis por su parte no buscaba sacar provecho de ninguna situación en el orden sexual pero en un mundo donde el varón sólo quiere una cosa… ¡Castigados serían sus desmanes; ese ritual precoz de andar probando el sabor de los labios, el baile de las lenguas y la turgencia de los cuerpos vírgenes! Jenny sentía vociferar a su padre, como desde el más allá cada vez que se encontraban.  Fue una tarde, cuando menos lo esperaban, que se desató una tormenta arrasadora. De repente el cielo se hizo noche, el viento levantó polvareda, y la rama del jacarandá se desplomó sobre los jóvenes amantes. Algo indicaba que no era momento de continuar disfrutando de la compañía. En esa plaza maldita, signada por la tragedia, pasaban cosas.

La naturaleza se revelaba ante la mirada atónita de los quinceañeros que raudamente tomaron sus cosas y salieron corriendo buscando guarecerse. Los unía, la atracción de una fuerza poderosa y desafiando todo designio del más allá, al día siguiente volvieron al lugar para pasar el rato, conocerse, explorarse, comprenderse y sentirse uno en los brazos protectores del otro, en comunión. Quiso el destino que los encuentros estuvieran plagados de incidentes más o menos llamativos. La naturaleza parecía complotarse en su contra. Otro día estaban tomando mates, tirando miguitas a los pajaritos del lugar, cuando comenzó a armarse un temporal desafortunado. El rugido feroz del cielo parecía denunciar el encuentro de los chicos en un horario en el que deberían estar en la escuela.

Violentados por la naturaleza huyeron, con tanta mala suerte, que la lluvia los agarró a mitad de camino. Al llegar a sus casas chorreando agua no podían explicar dónde habían estado aquella tarde, así que el problema se presentó ante sus padres que desde siempre habían desaprobado el encuentro íntimo. Tuvieron que soportar una vez más, los retos y reclamos, "que portate bien, que tenés que ir a la escuela, que dejate de pavadas, que estás castigado, que cuidate..."

Pasada la tormenta (la de la familia y la climática) volvieron a su plaza favorita. Aquel día era de un sol brillante que rajaba la tierra. Lamentablemente, al llegar al lugar se encontraron con una escena macabra. Un carrero había dejado abandonado su caballo moribundo. El espectáculo aterrador de la vida frente a la muerte se desnudaba en el alma sensible de los chicos. El equino enfermo estaba desplomado frente a sus ojos. Las moscas merodeaban el cuerpo inerte que terminó muriendo frente al asedio de los canes famélicos del barrio que lo rodearon, mordisquearon y rabiosos lograron perforar el cuero para llegar a la piel. Las ratas ya habían ingresado en el cadáver para ir royendo poco a poco las entrañas y al aproximarse salieron asustadas de las tripas. Pasó una semana en que decidieron no encontrarse nunca más en aquel paraje que tan malos recuerdos les dejaba. Esta vez tomarían el colectivo rumbo a la placita de Casanova. Ni bien se sentaron, el 96 tomó una velocidad peligrosa, inaudita para el transporte de pasajeros de corta distancia.

Un patrullero corría una carrera alocada con el colectivo. Pretendía detenerlo colocándose delante. ¡No podían creer lo que se estaba suscitando! Finalmente, la policía bajó a todos del colectivo pidiendo su identificación y fue ahí que advirtieron en el móvil policial: ¡POLICÍA LOCA! El ploteado de la camioneta de la policía había sido graciosamente intervenido quitando la L final. ¡Esto era una señal pensaba Jenny en su persecuta moral!

Tras quince días de encuentros accidentados resolvieron dejar los paseos y de una vez por todas asistir a la escuela. Después de los chistes sobre "los novios" y las preguntas de rigor sobre qué había pasado que se habían ausentado, procuraron sentarse uno al lado del otro, tratar de mantener aquella bella cercanía que tanto anhelaban y resignarse a compartir a diario las clases. Solo el roce de las rodillas debajo de la mesa los estremecía. Habían elegido sentarse en el último banco, lejos de la mirada de los profesores que sin hacerse los distraídos reiteraban el pedido de distancia.

-        Por favor chicos, sepárense, no pueden estar haciendo cariño en el aula…

Desde el último banco del aula del primer piso veían el horizonte. Esto de ir a la escuela tenía sus encantos. Llegar a la mañana temprano para ver amanecer sobre el campo cubierto por la escarcha era muy romántico. Los atardeceres no eran menos encantadores, el sol poniéndose en el horizonte que se iba poblando de cuadraditos, de sucuchos improvisados que peleaban un espacio propio, un territorio, una vivienda, una vida. La parejita felíz no tenía en cuenta el futuro que se mostraba desnudo frente a sus ojos. Jenny fantaseaba mirando el paisaje por la ventana cuando quedó petrificada.  

Sorprendente fue el momento en que un Tiranosaurio Rex se presentó frente a la vista de todos, asomando por la ventana, mientras la profesora de literatura invocaba el microrrelato de Monterroso: “Y cuando despertó el dinosaurio todavía estaba allí“

Créanlo o no allí estaba. Si la capacidad de ver caras por todos lados era un don o una maldición para Jenny no podemos evaluarlo, pero el monstruoso ser ahí estaba y todos los veían.  La figura recortada del prehistórico animal se hacía cada vez más cercana.  Comenzó a desplazarse acercándose de a ´poco al ventanal de la Escuela Secundaria N° 81 de Villa Scasso. Un espacioso campo se extendía frente a los fondos de la escuela y la presencia de los eucaliptus era imponente. Las tomas crecían sobre ese escenario bucólico desplegando variedad de materiales y colores: ranchos hechos con cartones de tetrabrik engrampados a maderas de cajones de manzanas constituía una de las construcciones más creativas de la supervivencia matancera. Las antenas satelitales pendían como con alfileres de la esquinita de todos los ranchitos. En el de paredes de bolsas de residuos negras apenas se sostenía, rebelándose a los vientos y firme para el entretenimiento cotidiano de la familia numerosa que allí habitaba. Con aquella escenografía como entorno, la fantástica figura se desplazaba.  El alumnado no salía del estupor y temor que provocaba aquella figura fantasmagórica y amenazante tras el vidrio.

Los rugidos se escuchaban cada vez más cerca y nuestros púberes temblaban de miedo.   Frente a los acontecimientos no tuvieron otra opción que hacer frente a las afrentas del destino: entregarse a la tragedia o salir a confrontar el monstruo que atemorizante se presentaba ante ellos.

-¿Qué es lo que pretendéis de nosotros criatura del demonio? Lo enfrentó el joven altivamente.

-Una declaración de amor eterno. Rugió.

Alexis se dio cuenta en ese instante que sus preocupaciones por la vida futura se habían desvanecido, que aquello que le hacía perder el sueño pensando en su futuro como adulto no tenía mucho sentido, que todo se reducía a aquel momento, al breve instante en que se le infló el pecho de coraje y afrontó la situación en defensa del amor. La algarabía reinó en el aula, no paraban las cargadas, los chistes y empujones.

-¡Que se besen! ¡Que se besen!

Jenny descubrió que el peligro a ser descubierta por sus padres no tenía mucho sentido frente a lo terrible que tenía frente a sí. Más miedo le tenía al monstruo que se revelaba frente a sus ojos, superado el momento de la mano de Alexis a nada más podría temer. En todas las incursiones pasadas habían sido advertidos de aquello a lo cual no pensaban renunciar. Primorosamente nuestro héroe romántico tomó entre sus brazos a la doncella que suspiró y se entregó al beso apasionado, suave y dulce de aquellos labios hasta el momento poco explorados.

El curso completo estalló en risas, gritos de festejo escandalosos que se esparcieron por todos los pasillos de la escuela mientras las autoridades intentaban mantener la calma.

-¿Quién dijo que todo está perdido,  amor?